Isabel Allende - El plan infinito
— Todo es horrible y muy caro. Ahora las mujeres son planas. Estos melones no entran en ningún vestido–gruñó señalando sus senos. — Me alegro–se rió Galupi–y la acompañó al barrio hindú donde consiguieron un magnífico sari de seda color sandía bordado en oro en el cual Carmen se envolvió con la mayor soltura, sintiéndose mucho mas en paz consigo misma que dentro de los apretados trajes franceses para mujeres escuálidas.
Al entrar esa noche al salón de la embajada distinguió entre la multitud al hombre en quien pensaba a menudo y a quien nunca creyó volver a ver. Conversando con un vaso de whisky en la mano, vestido de smoking y con el cabello gris, pero el mismo rostro de antes, estaba Tom Clayton. El periodista había interrumpido temporalmente sus artículos políticos para trasladarse al Vietnam a escribir un libro. Pasaba más tiempo en fiestas y en clubes que en el frente, fiel a su teoría de que la guerra se hace realmente en los salones. Tenía acceso a sitios donde ningún corresponsal era bienvenido y conocía a la gente adecuada en el alto mando militar, el cuerpo diplomático, el gobierno y el mundillo social de la ciudad, por lo mismo lo atrajo el sortilegio de esa mujer que no había visto antes. Por el color aceitunado de la piel, el pesado maquillaje de los ojos y el sari deslumbrante, supuso que provenía de la India. Notó que ella también lo observaba y buscó una oportunidad para acercársele; Carmen le estrechó la mano y se presentó con el nombre que siempre usaba, Ta–mar.
Había planeado muchas veces su reacción si volviera a ver ese primer amante, tan definitivo en su existencia, y lo único que jamás pensó fue que no se le ocurriría nada para decirle. Los años habían desdibujado su rencor, descubrió sorprendida que no sentía más que indiferencia por ese hombre arrogante a quien no lograba recordar desnudo. Lo oyó hablar con Galupi mientras la examinaba de reojo, evidentemente impresionado, y se maravilló de haberlo deseado tanto. No se preguntó, como muchas veces lo hizo en sus soledades, cómo habría sido el niño de ambos, porque ya no podía imaginar a otro hijo suyo que no fuera Daí. Suspiró con una mezcla de alivio al comprobar que él no la había reconocido y de profundo fastidio por el tiempo perdido en penas de amor.
— No la había visto antes ¿de dónde viene usted? — preguntó Tom Clay–ton vuelto hacia ella.
— Vengo del pasado–replicó Carmen y le dio la espalda para ir al balcón a mirar la ciudad, que brillaba a sus pies como si la guerra fuera en otra parte.
De regreso en la bodega, Carmen y Leo Galupi se sentaron bajo el ventilador a comentar la velada sin encender las lámparas, en la penumbra de las luces de la calle. Le ofreció un trago y ella preguntó si acaso tenía por casualidad una lata de leche condensada. Con la punta de un cuchillo le abrió dos huecos y se instaló en el suelo sobre unos almohadones a chupar el dulce, consuelo de tantos momentos críticos en su existencia. Por fin Galupi se atrevió a preguntarle por Clayton, había notado algo extraño en su actitud durante el encuentro de ambos, dijo. Entonces Carmen le contó todo sin omitir detalle alguno, era la primera vez que hablaba de su experiencia en la cocina de Olga, del dolor y el miedo, del delirio en el hospital y el largo purgatorio expiando una culpa que no era sólo suya, pero que él se negó a compartir. Una cosa llevó a la otra y terminó revelando su vida entera. Amaneció y continuaba hablando en una especie de catarsis, se había roto el dique de los secretos y los llantos solitarios y descubrió el gusto de abrir el alma ante un confidente discreto.
Con el último sorbo de leche condensada se estiró bostezando muerta de fatiga, luego se inclinó sobre su nuevo amigo y le rozó la frente con un beso leve. Galupi la cogió por la muñeca y la atrajo, pero Carmen quitó la cara y el gesto se perdió en el aire. — No puedo–dijo. — ¿Por qué no?
— Porque ya no estoy sola, ahora tengo un hijo.
Esa noche Carmen Morales despertó al amanecer y creyó ver a Leo Galupi de pie junto al biombo observándola, pero aún no aclaraba del todo y tal vez la visión fue parte de su sueño. Estaba sumida en la misma pesadilla que la había perseguido durante años, pero en esta ocasión Tom Clayton no estaba allí y el niño que le tendía los brazos no llevaba la cabeza cubierta por una bolsa de papel, esta vez lo distinguía claramente, tenía el rostro de Daí.
Se acomodaron a la convivencia en un tranquilo bienestar, como un viejo matrimonio de años. Carmen se habituó poco a poco a la maternidad, sacaba al niño a paseos cada día más prolongados, aprendió unas cuantas palabras en vietnamita y le enseñó otras en inglés, descubrió sus gustos, sus temores, las historias de su familia. Thui la llevó en una excursión de dos días al campo a visitar a sus parientes para que se despidieran de Daí Ellos habían insistido en hacerse cargo del chico, horrorizados ante la idea de mandar a uno de los suyos al otro lado del mar, pero Thui estaba consciente de que allí su hijo sería siempre un bastardo de sangre mezclada, un ciudadano de segundo orden, pobre y sin esperanzas de surgir. El desafió de adaptarse en América no sería fácil, pero al menos allí Daí tendría mejores oportunidades que labrando el pedazo de tierra del clan familiar. Leo Galupi insistió en acompañarlos porque no estaban los tiempos para que dos mujeres y un niño anduvieran sin protección. Carmen comprobó una vez más algo que sabía desde la infancia y Joan y Susan le habían remachado tantas veces, que hombres y mujeres existen en el mismo sitio y al mismo tiempo, pero en dimensiones diferentes. Ella vivía mirando hacia atrás por encima de su hombro, cuidándose de peligros reales e imaginarios, siempre a la defensiva, afanándose el doble que cualquier hombre para obtener la mitad de beneficio. Lo que para ellos era asunto banal que no merecía un segundo pensamiento, para ella era un riesgo y requería cálculos y estrategias. Algo tan simple como un paseo al campo en una mujer podía considerarse una provocación, un llamado al desastre.
Lo comentó con Galupi, quien se sorprendió de no haber pensado nunca en esas diferencias. Los parientes de Da¡ eran campesinos pobres y desconfiados que recibieron a los extranjeros con odio en la mirada, a pesar de las largas explicaciones de Thui Nguyen. La enferma decaía muy rápido, como si hubiera mantenido a raya el cáncer hasta conocer a Carmen, pero al comprobar que el niño quedaba en buenas manos se hubiera declarado vencida. Se despedía sin aspavientos. Antes de su muerte se fue alejando suavemente para que Daí empezara a olvidarla, como si su madre nunca hubiera existido, así la separación sería más llevadera. Se lo explicó a Carmen con delicadeza y ella no se atrevió a contradecirla. A menudo Thui le pedía que se quedara con Da¡ por la noche, no estoy del todo bien y me siento más tranquila sola, decía, pero cuando partían volteaba la cara para ocultar las lágrimas y cuando su hijo regresaba se le iluminaban los ojos. Apenas podía caminar; el dolor estaba siempre presente, pero no se quejaba.
Desistió de los medicamentos del hospital, que la dejaban exhausta y con náuseas, sin aliviarla, y consultaba a un anciano acupunturista. Carmen la acompañó varias veces a esas extrañas sesiones en un cuartucho oscuro y oloroso a canela donde el hombre trataba a sus pacientes. Thui, recostada en una esterilla angosta con las agujas clavadas en varias partes de su cuerpo desgastado, cerraba los ojos y dormitaba. De regreso Carmen la ayudaba a acostarse, le preparaba una pipa de opio, y cuando la veía sumida en el aniquilamiento de la droga se llevaba al niño a tomar helados. Hacia el final la enferma no podía levantarse y Da¡ se trasladó del todo al galpón, donde compartía la gran cama china con su nueva madre. El italiano contrató a una mujer para cuidar a la moribunda y llevaba en su coche al acupunturista para el tratamiento diario.
Con creciente impaciencia Thui Nguyen preguntaba por la marcha de los papeles, deseaba asegurarse que Daí llegara sano y salvo a la tierra de su padre y cada postergación le agregaba un nuevo tormento.
Un domingo llevaron al pequeño a despedirse de su madre. Por fin se habían resuelto los últimos tropiezos, aparecía registrado como hijo legítimo de Carmen Morales, tenía un pasaporte con la visa apropiada y al día siguiente emprendería el viaje a América, donde plantaría otras raíces. Dejaron a Thui sola con el chico durante unos minutos. Daí se sentó sobre la cama con el presentimiento de que ése era un momento definitivo y así debió serlo, porque muchos años más tarde, cuando ya era un prodigio de las matemáticas y salía entrevista do en revistas científicas, me contó que el único recuerdo auténtico de su infancia en Vietnam, es una mujer lívida de ojos ardientes que lo besa en la cara y le entrega un paquete amarillo. Me mostró ese objeto; un antiguo álbum de fotografías envuelto en una bufanda de seda.
Carmen y Galupi esperaron al otro lado de la puerta hasta que la enferma los llamó. La encontraron recostada en la almohada, apacible y sonriente. Besó al niño por última vez y le hizo señas a Galupi que se lo llevara. Carmen se instaló a su lado y le tomó la mano, mientras lágrimas calientes le caían por las mejillas. — Gracias, Thui. Me das lo que más he deseado en toda mi vida. No te preocupes, seré tan buena madre para Da¡ como tú, te lo juro. — Se hace lo que se puede–dijo ella suavemente.
Poco más tarde, mientras la familia Morales celebraba con una fiesta la llegada de Da¡ a América, Leo Galupi acompañaba los restos de Thui Nguyen en un sencillo rito funerario. Esas once semanas habían cambiado los destinos de varias personas, incluyendo el de aquel buscavidas de Chicago que desde hacía días sentía un dolor sordo en el centro del pecho, allí donde antes albergaba un espíritu inconsecuente y fanfarrón.
Daí fue un vendaval de renovación en la vida de Carmen Morales, que olvidó los desaires amorosos del pasado, las penurias económicas, las soledades y las incertidumbres. El futuro apareció ante sus ojos claro y limpio, como si estuviera viéndolo en una pantalla; se dedicaría a ese niño, ayudándolo a crecer tomado de la mano para evitarle tropezones, protegido de todos los sufrimientos posibles, incluso de la nostalgia y la tristeza.
— Supongo que lo primero será bautizar a este chinito para que sea uno de los nuestros y no se quede moro–opinó el anciano Padre La–rraguibel en la fiesta de bienvenida-, abrazando al niño con la ternura que siempre estuvo escondida en su corpachón de campesino vasco, pero que en la juventud no se atrevía a expresar. Carmen, sin embargo, se las arregló para postergar el asunto; no deseaba atormentar a Da¡ con tantos cambios y, por otra parte, el budismo le parecía una disciplina respetable y tal vez más llevadera que la fe cristiana.
La nueva madre cumplió las ceremonias familiares indispensables, presentó a su hijo uno por uno a los parientes y amigos del barrio y trató de enseñarle con paciencia los nombres impronunciables de sus nuevos abuelos y de la multitud de primos, pero Daí parecía espantado y no pronunciaba palabra, limitándose a observar con sus ojos negros, sin soltar la mano de Carmen.
También lo llevó a la cárcel a ver a Olga, acusada de practicar magia negra, a ver si a ella se le ocurría la manera de hacerlo comer, porque desde que salió de su país se alimentaba sólo de jugos de fruta; había adelgazado y estaba a punto de desvanecerse como un suspiro. Carmen e Inmaculada estaban en ascuas, habían consultado con un médico, quien después de minuciosos exámenes lo declaró en buena salud y le recetó vitaminas. La abuela adoptiva se esmeró en preparar platos mexicanos con sabor asiático e insistió en hacerle tragar el mismo tónico de aceite de hígado de bacalao con el cual torturó a sus seis hijos en la infancia, pero nada de eso dio resultado.
— Echa de menos a la madre–dijo Olga apenas lo vio a través de la rejilla de la sala de visitas.
— Ayer me avisaron que su madre murió.
— Explícale al niño que ella está a su lado, aunque no pueda verla. — Es muy chico, no entendería eso, a esta edad no captan ideas abstractas. Además no quiero meterle supersticiones en la mente. — Ay, niña, no sabes nada de nada–suspiró la curandera-. Los muertos andan de la mano con los vivos.
Olga se acomodó en la cárcel con la misma flexibilidad con que antes se instalaba en cada parada del camión transhumante, como si fuera a quedarse allí para siempre. La reclusión no afectó en nada su buen ánimo, era apenas un inconveniente menor, lo único que le dio rabia fue que los cargos eran falsos, jamás le había interesado la magia negra porque no representaba un buen negocio, ganaba mucho más ayudando a sus clientes que maldiciendo a sus enemigos. No temía por su reputación, al contrario, con seguridad esa injusticia aumentaría su fama, pero estaba preocupada por sus gatos que había confiado a una vecina. Gregory Reeves le aseguró que ningún jurado creería en los efectos maléficos de unos supuestos ritos de brujería, pero debía evitar a toda costa que saliera a luz la verdadera naturaleza de su comercio, si eso ocurría la ley seria implacable. Se resignó a cumplir discretamente su sentencia sin armar mucho alboroto, pero la mesura no era su principal virtud y en menos de una semana había convertido su celda en una extensión de su estrafalario consultorio casero. No le faltaban clientes. Las otras reclusas le pagaban por consejos de esperanza, masajes terapéuticos, hipnotismos tranquilizantes, poderosos talismanes y sus artes de adivina ción, y muy pronto los guardias la consultaban también. Se las arregló para hacerse llevar poco a poco sus hierbas medicinales, sus frascos de agua magnetizada, las cartas del Tarot y el Buda de yeso dorado. Desde su celda, convertida en bazar, practicaba sus eficaces encantamientos y extendía los sutiles tentáculos de su poder. No sólo se convirtió en la persona más respetada de la cárcel, también era quien más visitas recibía, todo el barrio mexicano desfilaba a verla.
Temiendo que Daí se consumiera de inanición, Carmen decidió probar el consejo de Olga y se las arregló para decir al niño, en una mezcla de inglés, vietnamita y mímica, que su madre había subido a otro plano donde su cuerpo ya no le era útil, ahora tenía la forma de una pequeña hada translúcida que siempre volaba sobre su cabeza para cuidarlo. Copió la idea del Padre Larraguibel quien así describía a los ángeles. Según él, cada persona llevaba un demonio a la izquierda y un ángel a la derecha, y el segundo medía exactamente treinta y tres centímetros, el número de años de la vida terrestre de Cristo, andaba desnudo y era de falsedad absoluta que tuviera alas; volaba a propulsión a chorro, sistema de navegación divina menos elegante pero mucho más lógico que las alas de pájaro descritas en los textos sagrados. El buen hombre se había puesto algo excéntrico con la edad, pero también se le había agudizado la visión de su famoso tercer ojo; existían pruebas irrefutables de que era capaz de ver en la oscuridad. igual como percibía lo que pasaba a su espalda, por lo mismo nadie cuchicheaba en su misa. Con incuestionable autoridad moral describía a los demonios y a los ángeles dando detalles precisos y nadie, ni siquiera Inmaculada Morales que era muy conservadora en materia religiosa, se atrevía a poner en duda sus palabras.