Isabel Allende - El plan infinito
Trazaron un plan. Carmen destinaría parte de sus ahorros a instalarse en un apartamento en un barrio decente, procuraría dejar las ventas callejeras y aleccionaría a los amigos y conocidos para responder las capciosas indagaciones de las autoridades. Preguntó a Gregory si se casaría con ella en el supuesto de que un marido fuera requisito indispensable, pero él le aseguró divertido que las leyes no eran tan crueles y con un poco de suerte no sería necesario llegar tan lejos. Ofreció en cambio ayudarla con dinero porque esa aventura sería costosa.
— Te dije que tengo unos ahorros. Gracias, de todos modos. — Guárdalos para mantener al muchacho, si es que consigues traerlo. Yo pagaré los pasajes y te daré algo para el viaje. — ¿Tan rico estás?
— Lo que tengo son deudas, pero siempre puedo conseguir otro préstamo, no te preocupes.
Tres meses más tarde, después de fastidiosos trámites en oficinas públicas y consulados, Gregory acompañó a su amiga al aeropuerto. Para despistar sospechas burocráticas Carmen se había despojado de sus disfraces, llevaba un traje sastre sin gracia y el pelo recogido; el único signo de un fuego no del todo extinguido era el pesado maquillaje de khol en los ojos, al cual no pudo renunciar. Se veía más baja, bastante mayor, y casi fea. Los senos desenfadados, que con sus blusas de gitana resultaban atrayentes, bajo la chaqueta oscura parecían un balcón. Gregory debió aceptar que el exótico personaje creado por ella superaba ampliamente la versión original y se prometió no volver a sugerir cambios en su estilo. No te asustes, apenas tenga a mi niño conmigo vuelvo a ser yo misma, dijo Carmen sonrojándose.
Se miraba en el espejo y no lograba encontrarse. En su maletín iba el pequeño dragón de madera que Gregory le había regalado en el último momento, para que te dé suerte, porque la vas a necesitar, le dijo. También llevaba una serie de documentos, fruto de la inspiración y la audacia, fotografías y cartas de su hermano Juan José, que pensaba utilizar sin contemplaciones por las normas de la honestidad. Reeves se había puesto en contacto con Leo Galupi, seguro de que su buen amigo conocía a todo el mundo y no existían obstáculos capaces de detenerlo. Aseguró a Carmen que podía confiar en ese simpático italiano de Chicago, a pesar de los rumores que lo señalaban como rufián.
Le achacaban haber amasado una fortuna en el mercado negro, por eso no regresaba a los Estados Unidos. La verdad era otra, el hombre había concluido su servicio hacía algún tiempo y no se quedó en Vietnam por el dinero fácil, sino por el gusto del desorden y la incer–tidumbre, había nacido para una vida de sobresaltos y allá estaba en su elemento. No tenía dinero, era un bandido doblegado por su propio corazón generoso. En años de negocios al margen de la ley había ganado mucho dinero, pero lo había gastado manteniendo parientes lejanos, ayudando amigos en desgracia y abriendo la bolsa cuando veía a alguien en necesidad. La guerra le daba oportunidad de hacer dinero en manejos turbios y por otra parte lo obligaba a gastarlo en incontables actos de compasión. Vivía en una bodega donde se acumulaban las cajas con sus mercancías, productos americanos para vender a los vietnamitas y rarezas orientales que ofrecía a sus compatriotas, desde aletas de tiburón para curar la impotencia hasta largas trenzas de doncella para fabricar pelucas, polvos chinos para sueños felices y estatuillas de dioses antiguos en oro y marfil. En un rincón había instalado una cocina a gas, donde solía preparar suculentas recetas sicilianas para consuelo de su nostalgia y para alimentar a media docena de niños mendigos que sobrevivían gracias a él.
Fiel a lo prometido a Gregory Reeves, estaba en el aeropuerto esperando a Carmen con un desmayado ramo de flores. Demoró en ubicarla, porque esperaba un torbellino de faldas, collares y pulseras, en cambio se encontró ante una señora anodina, agotada por la larga travesía y derretida de calor. Ella tampoco lo reconoció porque Gregory lo había descrito como un inconfundible mafioso y en cambio le pareció encontrarse ante un trovador escapado de una pintura, pero él llevaba un cartón con el nombre de Tamar y así se identificaron en la multitud. No te preocupes de nada, preciosa, de ahora en adelante yo me encargo de ti y todos tus problemas, le dijo besándola en ambas mejillas.
Cumplió su palabra. Le tocaría jurar en falso ante notario que Thui Nguyen no tenía familia, imitar la letra de Juan José Morales en cartas fraguadas donde se refería al embarazo de su novia, trucar fotografías donde ambos aparecían del brazo en diversos lugares, falsificar certificados y sellos, suplicar ante los funcionarios incorruptibles y sobornar a los sobornables, trámites que efectuaba con la naturalidad de quien ha chapaleado siempre en esas aguas. Era un hombre de buen porte, alegre y apuesto, con firmes rasgos mediterráneos y una brillante melena negra que ataba atrás en una breve coleta. Carmen le pidió que la acompañara a visitar a Thui Nguyen por primera vez, porque de tanto anticipar ese momento y tanto prepararse para el encuentro había perdido su habitual desplante y ante la sola idea de ver al niño le fallaban las rodillas, La mujer vivía en una habitación alquilada en un caserón que antes de la guerra debió pertenecer a una familia de comerciantes adinerados, pero ahora estaba dividido en cuartos para una veintena de inquilinos. Había tal confusión de gente en sus faenas, niños correteando, radios y televisores encendidos, que les costó dar con la habitación que buscaban. Les abrió la puerta una mujercita de nada, una sombra lívida con un pañuelo en la cabeza y un vestido de color indefinido.
Bastó una mirada para saber que Thui Nguyen no había mentido, estaba muy enferma. Seguramente siempre fue baja, pero parecía haberse reducido de súbito, como si el esqueleto se le hubiera achicado sin dar tiempo a la piel para acomodarse al nuevo tamaño; imposible calcularle la edad porque tenía una expresión milenaria en el cuerpo de una adolescente.
Los saludó con gran reserva, se disculpó por la incomodidad de su cuarto y los invitó a sentarse sobre la cama: enseguida les ofreció té y sin esperar respuesta puso agua a hervir en una hornilla instalada sobre la única silla disponible. En un rincón se divisaba un altar doméstico con una fotografía de Juan José Morales y ofrendas de flores, fruta e incienso. Traeré a Da¡, anunció y se alejó a pasos lentos.
Carmen Morales sentía golpes de remo en el pecho y temblaba a pesar de la humedad caliente que rezumaba por las paredes alimentando una flora verdosa en los rincones. Leo Galupi presintió que ése era el momento más intenso en la vida de esa mujer y tuvo el impulso de sostenerla en sus brazos, pero no se atrevió a tocarla. Daí Morales entró de la mano de su madre. Era un niño delgado y moreno. bastante alto para sus dos años, con el pelo erizado como un cepillo y una cara muy seria donde los ojos negros almendrados y sin párpados visibles eran el único rasgo oriental. Se veía igual a la fotografía que Inmaculada y Pedro Morales tenían de su hijo Juan José a la misma edad, sólo que no sonreía.
Carmen trató de ponerse de pie, pero le falló el alma y cayó sentada sobre la cama. Decidió con certeza demencial que esa criatura era la que se había ido por el desagüe de la cocina de Olga diez años antes, el niño que le estaba destinado desde el comienzo de los tiempos. Por un instante perdió la noción del presente y se preguntó con angustia qué estaba haciendo su hijo en esa mísera habitación. Thui dijo algo que sonó como un trino y el pequeño avanzó tímidamente y estrechó la mano de Leo Galupi. Thui lo corrigió con otro sonido de pájaro y él se volvió hacia Carmen esbozando un saludo similar. pero se encontraron los ojos y los dos se quedaron observándose por unos segundos eternos, como reconociéndose después de una larga separación. Por fin ella estiró los brazos, lo levantó y se lo montó a horcajadas sobre las rodillas. Era liviano como un gato. Daí se quedó quieto, en silencio. mirándola con expresión solemne. — Desde ahora ella es tu mamá–dijo en inglés Thui Nguyen y luego lo repitió en su lengua para que el hijo entendiera.
Carmen Morales pasó once semanas cumpliendo las formalidades de adopción de su sobrino y esperando la visa para llevarlo a su país. Pudo hacerlo en menos tiempo, pero eso no lo descubrió nunca. Leo Galupi, quien al principio se desvivió por ayudarla a resolver obstáculos aparentemente insalvables, a última hora se las arregló para complicar los papeles y atrasar los trámites finales, enredándola en una maraña de excusas y dilaciones que ni él mismo podía explicarse. La ciudad resultó mucho más cara de lo imaginado y antes de un mes a Carmen le fallaron los fondos. Gregory Reeves le mandó un giro bancario, que se esfumó en sobornos y gastos de hotel y cuando se disponía a recurrir a su cuenta de ahorros, Galupi se precipitó a su rescate. Había iniciado un nuevo negocio de colmillos de elefante, dijo, y le estaban sobrando billetes en los bolsillos, ella no tenía el menor derecho a rechazar su ayuda, ya que lo hacía por Juan José Morales, su amigo del alma, a quien tanto había querido y de quien no pudo despedirse.
Ella sospechó que en realidad Galupi ni siquiera había oído hablar de su hermano antes que Gregory le pidiera el favor de socorrerla, pero no le convenía averiguarlo. No quiso que pagara la cuenta del hotel, pero aceptó irse a vivir a su casa para reducir los gastos. Se trasladó con su maleta y una bolsa de cuentas y piedras, que había ido comprando en sus ratos libres, incluyendo unos pequeños fósiles de insectos neolíticos con los cuales pensaba fabricar prendedores. No imaginó que ese hombre, a quien había visto manejando un coche de magnate y gastando a manos llenas, se alojara en esa especie de bodega de muelles, un laberinto de cajones y estanterías metálicas donde se acumulaba de un cuanto hay. En una rápida mirada vio un camastro de campaña, pilas de libros, cajas con discos y cintas, un formidable equipo de música y un televisor portátil con un colgador de ropa a modo de antena.
Galupi le mostró la cocina y demás comodidades de su hogar y le presentó a los niños que a esa hora aparecían a comer, advirtiéndole que no les diera dinero y no dejara su cartera al alcance de esas manos voraces.
En medio de aquel desorden de campamento, el baño resultó una sorpresa, un cuarto impecable de madera con una tina, grandes espejos y toallas rojas afelpadas. Esto es lo más valioso que ha pasado por mis manos, no sabes lo difícil que es conseguir buenas toallas, sonrió el anfitrión acariciándolas con orgullo. Por último condujo a Carmen al extremo de su bodega, donde había aislado un amplio rincón con cajas montadas unas sobre otras y a guisa de puerta un impresionante biombo. En el interior Carmen vio una cama ancha cubierta con un mosquitero blanco, delicados muebles de laca negra pintados a mano con motivos de garzas y flores de cerezo, alfombras de seda, telas bordadas cubriendo las paredes y pequeñas lámparas de papel de arroz que difundían una luz difusa. Leo Galupi había creado para ella la habitación de una emperatriz china. Ése sería su refugio durante varias semanas, allí no llegaba el bullicio de la calle ni el estrépito de la guerra.
A veces se preguntaba que contenían esos bultos misteriosos que la rodeaban, imaginaba objetos preciosos, cada uno con su historia, y sentía el aire lleno del espíritu de las cosas. En ese lugar vivió con comodidad y en buena compañía, pero consumida por la angustia de la espera.
— Paciencia, paciencia–le aconsejaba Leo Galupi cuando la veía frenética-. Piensa que si Da¡ fuera tuyo tendrías que haberlo esperado nueve meses. Nueve semanas no es nada.
En las largas horas de ocio en las que no visitaba a Thui y al niño, Carmen vagaba por los mercados comprando materiales para sus joyas y dibujaba nuevos diseños inspirados en aquel extraño viaje. Le parecía absurdo que en medio de un conflicto bélico de tales proporciones ella recorriera bazares como una turista. A pesar de que para entonces gran parte de las tropas americanas se había retirado, el conflicto seguía en su apogeo. Había imaginado que la ciudad era un inmenso campamento militar donde tendría que buscar a su sobrino arrastrándose entre soldados y trincheras, pero en vez paseaba por callejuelas estrechas regateando en medio de una abigarrada multitud aparentemente ajena a la guerra. Si hablaras con la gente tendrías una visión diferente, dijo Galupi, pero como ella sólo podía comunicarse en inglés, estaba aislada del pueblo. Sin proponérselo terminó por ignorar la realidad y se sumergió en los únicos dos asuntos que le interesaban, el pequeño Da¡ y su trabajo. Su mente parecía haberse expandido hacia otras dimensiones, el Asia se le metió adentro, la invadió, la sedujo. Pensó que le faltaba mucho mundo por conocer y si deseaba verdadero éxito en ese oficio y algo de seguridad para el futuro, como se había propuesto desde que aceptó hacerse cargo de Da¡, viajaría cada año a lugares distantes y exóticos en busca de materiales raros y de ideas nuevas. — Te mandaré pelotillas, tengo contactos por todas partes puedo conseguir cualquier cosa–ofreció Galupi, que no entendía la naturaleza del oficio de Carmen, pero era capaz de adivinar sus posibilidades comerciales.
— Debo elegirlas yo misma. Cada piedra, cada concha, cada trocito de madera o de metal me sugiere algo diferente.
— Aquí nadie usaría lo que estás dibujando. Nunca he visto a una mujer elegante con pedazos de hueso y plumas en las orejas, — Allá se los pelean. Las mujeres prefieren pasar hambre con tal de comprar un par de aretes como éstos. Mientras más caro los vendo, más gustan.
— Al menos lo que tú haces es legal–se rió Galupi.
A ella los días le parecían muy largos, el calor y la humedad la agotaban. Usaba sus respetables vestidos de matrona sólo para las ges tiones imprescindibles, pero el resto del tiempo se cubría con unas sencillas túnicas de algodón y sandalias de campesina compradas en el mercado. Pasaba muchas horas sola leyendo o dibujando, acompañada por el rumor de los grandes ventiladores de la bodega. En la noche llegaba Galupi con bolsas de provisiones, se duchaba, se vestía con un pantalón corto, colocaba un disco y empezaba a cocinar. Pronto aparecían diversos comensales, casi todos niños, que pululaban llenando el galpón con su charla ligera y sus risas, y cuando terminaban de comer partían sin despedirse. A veces Galupi invitaba amigos americanos, soldados o corresponsales de prensa, que se quedaban hasta muy tarde bebiendo y fumando marihuana. Todos aceptaron la presencia de Carmen sin preguntas, como si siempre hubiera sido parte de la vida de Galupi. Algunas veces la invitaba a cenar fuera y cuando estaba libre la guiaba por la ciudad, quería mostrarle diversos aspectos, desde los abigarrados sectores populares de la verdadera vida, hasta las zonas residenciales de europeos y americanos donde se vivía con aire acondicionado y agua en botellas. — Vamos a comprarte una tienda de reina, tenemos una cena en la embajada, — le anunció un día. La llevó al centro comercial más elegante y allí la dejó con un fajo de billetes en la mano. Se sintió perdida; por años se había cosido la ropa y no sospechaba que un traje podía costar tanto. Cuando su nuevo amigo pasó a buscarla tres horas más tarde, la encontró sentada en las gradas de la tienda con los zapatos en la mano, maldiciendo de frustración. — ¿Qué pasó?