Isabel Allende - El plan infinito
Timothy Duane no perdonó a su padre que lo hubiera traído al mundo y que no se hubiera muerto a edad temprana y siguiera arruinán dole los deseos de vivir con su buena salud y su mal talante. Para desafiarlo cometió un cúmulo de barbaridades, tomando siempre la precaución de hacérselo saber al viejo, y así se le fueron cincuenta años en un odio enconado que le costó la paz y el bienestar. A veces el espíritu de contradicción lo salvó, como cuando decidió evadir el servicio militar sólo porque su padre apoyaba la guerra, no tanto por patriotismo como porque tenía intereses económicos en las fábricas de armamentos, pero en general la rebeldía se le daba vuelta y lo golpeaba en la cara.
Decidió no casarse ni tener hijos, incluso en las pocas ocasiones en que estuvo enamorado, para arruinar al otro la ambición de formar una dinastía. Con él moría el apellido familiar que tanto detestaba, excepto por una rama de los Duane en Irlanda, de la cual nadie quería hablar porque les recordaba su modesto origen. Culto y refinado, con la elegancia natural de quienes han nacido entre sábanas bordadas, tenía una inclinación apasionada por las artes y una simpatía que le ganaba amigos a destajo, pero de algún modo se las arreglaba para ocultar esas virtudes frente a su padre y comportarse como un rústico sólo para provocarlo.
Si el patriarca Duane organizaba una cena con la crema de la sociedad, él aparecía sin ser invitado, del brazo de una mujerzuela y dispuesto a violar unas cuantas reglas de urbanidad. Mientras el padre rugía entre dientes que no deseaba volver a verlo en su vida, la madre lo protegía sin disimulo, aun a costa de un enfrentamiento con su marido.
— Consulta un psiquiatra para que te ayude a curar las fallas de carácter, hijo, le recomendaba a menudo, pero Timothy respondía que sin ellas no le quedaría carácter. Entretanto llevaba una existencia miserable, no por falta de medios sino por vocación de atormentado. Disponía de un departamento en el barrio más caro de la ciudad, un piso antiguo decorado con muebles modernos y espejos estratégicos y de una renta para el resto de su vida, último regalo de su abuelo. Como nada le había faltado, no le daba la menor importancia al dinero y se burlaba de las múltiples fundaciones inventadas por la familia, no sólo para evadir impuestos sino también para despojarlo de cualquier herencia posible.
Sus demonios lo acosaban sin descanso, empujándolo a vicios que le repugnaban, pero a los cuales cedía para herir a su padre, aunque en el trayecto se estaba matando. Pasaba el día en su laboratorio de patología, asqueado de la fragilidad humana y los infinitas recursos del dolor y de la descomposición, pero también maravillado por las posibilidades de la ciencia. No lo admitía jamás, pero allí era el único si tio donde encontraba cierta paz. Se perdía en la meticulosa investigación de una célula enferma y cuando emergía de las placas fotográficas, los tubos de ensayo y los rayos láser, por lo general muy tarde en la noche, le dolían los músculos del cuello y la espalda, pero estaba contento.
Esa sensación le duraba hasta llegar a la calle; encendía el motor de su automóvil y comprendía que no tenía adónde ir, nadie lo esperaba en ninguna parte, entonces se hundía de nuevo en el odio de sí mismo. Visitaba los bares más ruines donde perdía hasta el nombre, se trenzaba en peleas de marineros y acababa en la sala de emergencia de un hospital, provocaba en los baños de homosexuales y luego escapaba por un pelo de la violencia que desataba, recogía prostitutas para comprar un placer abyecto sazonado por el peligro de una infección mortal.
Rodaba por una pendiente abrupta con una mezcla de pavor y de gozo, maldiciendo a Dios y llamando a la muerte. Después de un par de semanas de envilecimiento caía en una crisis de culpa y se detenía tiritando ante el abismo abierto a sus pies. Se juraba no volver a probar una gota de alcohol, se recluía como un anacoreta en su casa a leer sus autores favoritos y escuchar Jazz hasta la madrugada, se hacía examinar la sangre en busca de las evidencias de una peste que en el fondo tal vez deseaba como castigo de sus pecados. Comenzaba un período de tranquilidad, asistía a conciertos y obras de teatro, visitaba a su madre con la actitud de un hijo bueno, y volvía a frecuentar las novias pacientes que lo aguardaban sin perder la esperanza de reformarlo. Partía a las montañas en largas excursiones solitarias para oír la voz de Dios llamándolo en el viento. Al único que veía en las buenas y en las malas era a su amigo Gregory Reeves, quien lo rescataba de diversos líos y lo ayudaba a ponerse nuevamente de pie.
Duane no hacía misterio de su dilapidada existencia, por el contrario, se regocijaba exagerando sus vilezas para cultivar su fama de alma extraviada; sin embargo tenía un lado celosamente oculto que muy pocos sospechaban. Mientras se mofaba con cinismo desafiante de cualquier propósito noble, contribuía a varias causas idealistas, cuidando siempre de que su nombre se mantuviera en estricto secreto. Destinaba parte de sus entradas a ayudar a los necesitados que flotaban en su órbita y sostener obras en países remotos, desde niños famélicos hasta presos políticos.
Contrario a lo esperado cuando escogió ese campo de la medicina, su trabajo entre cadáveres desarrolló su compasión por los vivos; toda la sufriente humanidad le interesaba, pero no le quedaban reservas emocionales para conmoverse por animales en vías de extinción, bosques destruidos o aguas contaminadas. De todo eso hacía chistes feroces, igual despotricaba sobre razas, religiones y mujeres, en parte porque ser adalid de tales causas estaba de moda y su mayor deleite consistía en escandalizar al prójimo. Le reventaba la falsa virtud de quienes se horrorizaban por un delfín atrapado en una red para atunes, mientras pasaban indiferentes junto a los mendigos abandonados en las calles fingiendo no verlos. El mundo es una buena mierda, era su frase más socorrida.
— Lo que tú necesitas es una mujer dulce por fuera, pero de acero por dentro, para que te coja por el cuello y te salve de ti mismo. Voy a presentarte a Carmen Morales–le dijo Gregory Reeves cuando por fin comprendió que su amiga estaba fuera de su alcance y se resignó a quererla como hermano.
— Es demasiado tarde, Greg. Yo sólo sirvo para las putas–replicó Timothy Duane, por una vez sin sarcasmo.
Shanon apareció en la vida de Reeves como un soplo de aire fresco. Llevaba años de esfuerzo trepando cuesta arriba y a pesar de los éxitos alcanzados sentía que no se había movido del mismo sitio, como se corre en las pesadillas. Con artificios de mago barajaba en el aire deudas, viajes atolondrados, fiestas descomunales, un horario de loco y su rosario de mujeres, con la impresión diariamente renovada de que a la menor distracción todo se vendría al suelo con el estrépito de un terremoto.
Tenía entre manos más casos legales de los que podía manejar, más deudas de las que podía pagar y más amantes de las que podía satisfacer. Lo ayudaba la buena memoria para recordar cada hilo suelto de esa maraña, la buena suerte para no resbalar en un descuido y la buena salud para no morir de agotamiento como una bestia de tiro pasado el límite de su resistencia.
Shanon llegó un lunes por la mañana vestida de blanco nupcial y oliendo a flores, con la sonrisa de más bríos que se había visto en el edificio de cristal y acero de la firma. Contaba con veintidós años, pero con sus modales aniñados y su arrebatadora simpatía parecía menor. Ése era su primer trabajo de recepcionista, antes había sido dependienta en varias tiendas, mesonera y cantante aficionada, pero, tal como dijo con su encantadora voz de adolescente mimada, no había futuro en esas ocupaciones.
Gregory, deslumbrado por su radiante alegría y curioso ante la variedad de oficios desempeñados por alguien tan joven, le preguntó qué ventajas veía en atender el teléfono detrás de un mesón de mármol, y ella replicó enigmática que al menos allí conocería a la gente adecuada. Reeves la incluyó al punto en su libreta de direcciones y antes de una semana la había invitado a bailar. Ella aceptó con la tranquila confianza de una leona en reposo; me gustan los hombres mayores, anotó sonriente, y él no supo bien qué quiso decir, porque estaba acostumbrado a las muchachas jóvenes y no le pareció significativa la diferencia de edad. Pronto se enfrentaría al abismo generacional que los separaba, pero entonces ya sería tarde para echar pie atrás.
Shanon era una muchacha moderna. Escapando de un padre violento y de una madre que se tapaba con maquillaje los machucones causados por las palizas de su marido; partió a pie del pueblo perdido en Georgia, donde nació. Al par de millas la recogió el primer camionero que la divisó como una aparición fantástica en la cinta interminable del camino, y después de múltiples aventuras llegó a San Francisco. Su mezcla de ingenuidad y desenfado hechizaba a la gente y le permitía flotar por encima de las sórdidas realidades del mundo; ante ella las puertas se abrían solas y los obstáculos se esfumaban, la invitación de sus ojos vegetales desarmaba a las mujeres y seducía a los hombres.
Daba la impresión de no tener conciencia alguna de su poder; iba por la vida con la levedad de un espíritu celeste, eternamente sorprendida de que todo le saliera bien. Su naturaleza inconsecuente la impulsaba a ir de una cosa a otra con jovial disposición, sin pensar para nada en las faenas y dolores del resto de los mortales, no se inquietaba por el presente y mucho menos lo hacía por el futuro. Mediante un permanente ejercicio del olvido superó las sórdidas escenas de la infancia, las penurias y pobrezas de la adolescencia, las traiciones de los amantes que se saciaron y luego la dejaron, y el hecho incontestable de que no poseía nada. Incapaz de guardar algo de un día para otro, sobrevivía con breves empleos apenas suficientes para la subsistencia, pero no se consideraba pobre porque cuando deseaba algo no tenía más que pedirlo; siempre había varios pretendientes embelesados dispuestos a satisfacer sus caprichos. No utilizaba a los hombres por malicia o por perversión, sino porque simplemente no se le había ocurrido que sirvieran para algo más. Desconocía la angustia del amor o de cualquier otro sentimiento profundo; se entusiasmaba fugazmente con cada enamorado mientras duraba el ímpetu inicial, pero pronto se cansaba y partía, sin piedad por quien quedaba a su espalda. Condenó a varios amantes al martirio de los celos y del despecho sin darse cuenta porque ella misma era impermeable a ese tipo de sufrimiento; si la abandonaban cambiaba de rumbo sin lamentarse, el mundo contenía una reserva inagotable de hombres disponibles.
Disculpa, ya sabes que soy como una alcachofa, una hojita para éste, otra para aquél, pero el corazón es tuyo, dijo a Gregory Reeves sin ánimo de burla dos años después de conocerlo, mientras le vendaba los nudillos rotos de un puñetazo contra la cara de una de sus conquistas.
Desde la primera cita fue evidente quién era el más fuerte. Reeves fue vencido en su propio terreno, de nada le sirvieron la experiencia acumulada ni su jactancia de tenorio. Sucumbió de inmediato, pero no sólo ante los encantos físicos de la nueva recepcionista–en su pasado hubo varias tan bellas como ella–sino ante su risa siempre pronta y su aparente candidez.
Esa noche se preguntó con verdadera inquietud cómo podría salvar de sí misma a esa espléndida criatura; la imaginó expuesta a toda suerte de peligros y sinsabores y asumió la responsabilidad de protegerla.
— Por algo el destino me la pone por delante–comentó a Carmen-. De acuerdo con el Plan Infinito de mi padre, nada sucede por azar. Esta muchacha me necesita.
Carmen no pudo prevenirlo porque tenía las antenas de la intuición vueltas para el lado de Da¡ y en esos días estaba ocupada cosiendo un disfraz de Rey Mago para el acto de Navidad de la escuela. Mientras sujetaba el teléfono entre el hombro y la oreja, pegaba plumas en un turbante color esmeralda, ante los ojos atentos de su hijo. — Ojalá ésta no sea vegetariana–comentó distraída.
No lo era. La joven celebraba los suculentos asados de su nuevo amante con entusiasmo contagioso y apetito insaciable, parecía en verdad un milagro que pudiera devorar tales cantidades de comida y mantener su silueta. También bebía como un marinero. A la segunda copa los ojos le brillaban afiebrados y esa niña angélica se transformaba en una arrabalera.
En esa etapa Reeves no sabía aún cuál de las dos personalidades le resultaba más atrayente: la candorosa recepcionista que aparecía los lunes de blusa almidonada tras el mesón de mármol, o la bacante desnuda y turbulenta del domingo. Era una mujer fascinante y él no se cansaba de explorarla como un geógrafo ni de conocerla en el sentido bíblico. Se veían todos los días en el trabajo, donde fingían una indiferencia sospechosa, dada la reputación de mujeriego de uno y la orgánica coquetería de la otra. Varias noches a la semana retozaban en incansables encuentros, que confundieron con amor, y a veces en la oficina se escapaban a algún cuarto cerrado y con riesgo de ser sorprendidos, culebreaban de pie en un rincón con urgencia de adolescentes.
Reeves se enamoró como nunca antes y tal vez ella también, aunque en su caso no fuera mucho decir. Para él se inició una época similar a la de su juventud, cuando el estallido volcánico de sus hormonas lo obligaba a perseguir a cuanta muchacha se le cruzaba por delante, sólo que ahora toda la carga de su pasión estaba dirigida a un objetivo único. No podía quitarse a Shanon del pensamiento, se levantaba a cada rato de su escritorio para mirarla de lejos, atormentado por los celos de todos los hombres en general y sus compañeros de trabajo en particular, incluyendo al viejo de las orquídeas, quien también se detenía ante la joven recepcionista con frecuencia, tentado tal vez de adquirirla como un trofeo más, pero frenado por su sentido del ridículo y la plena conciencia de las limitaciones de su edad.
Ninguno pasaba frente a la entrada sin padecer un latigazo ante la refulgente sonrisa de Shanon. Si una tarde ella no estaba disponible para salir, Gregory Reeves la imaginaba inevitablemente en los brazos de otro y la sola sospecha lo enloquecía. La cubrió de regalos absurdos con intención de impresionarla, sin percibir que no apreciaba cajas rusas pintadas a mano, árboles en miniatura o perlas para las orejas y prefería sin duda pantalones de cuero para pasear en motocicleta con los amigos de su edad.
Trató de iniciarla en sus intereses, por ese afán de los enamorados de compartirlo todo. La primera vez que la llevó a la ópera ella se deslumbró con los trajes elegantes de la concurrencia y cuando se levantó la cortina creyó que se trataba de un espectáculo humorístico. Aguantó hasta el tercer acto, pero al ver a una dama gorda vestida de geisha clavándose un cuchillo en la barriga mientras su hijo agitaba una bandera del Japón en una mano y una de los Estados Unidos en la otra, sus carcajadas interrumpieron a la orquesta y debieron abandonar la sala.
En agosto se la llevó a Italia. Ella no cumplía aún su primer año de trabajo y no le correspondían vacaciones, pero eso no fue inconveniente, porque había presentado su renuncia al bufete de abogados.
Le habían ofrecido un empleo como modelo de fotografías publicitarias.