Isabel Allende - El plan infinito
Después de dos días de tira y afloja los abogados cedieron. Gregory Reeves celebró el triunfo invitando a Bel, King y su hijo David a Dis–neyland, donde se perdieron en un mundo fantástico de animales que hablan, luces que derrotan la noche y máquinas que desafían las leyes de la física y los misterios del tiempo. Al regreso ayudó a Bel a comprar una casa modesta en el campo y colocó el resto del dinero del seguro en una cuenta para que King y ella tuvieran una pensión por el resto de sus vidas.
Cuando Daí descuidó su computadora, comenzó a usar loción de afeitar y a examinarse en el espejo con aire desolado; Carmen Morales lo invitó a comer afuera para hablar con él, siguiendo su costumbre de hacer citas de novios para tratar asuntos importantes. La vida se les había complicado y con los años se perdió en parte la cariñosa intimidad que los unió al principio, aunque seguían siendo los mejores amigos.
Daí era un adolescente de aspecto latino, parecido a su padre, pero más intenso y sombrío. Nada heredó del espíritu aventurero de Juan José ni de la explosiva personalidad de Carmen; era un chico introvertido y un poco solemne, demasiado serio para su edad. A los cuatro o cinco años demostró un talento inusitado para las matemáticas y desde entonces fue tratado como un prodigio por todos, menos por su madre adoptiva. Las maestras lo presentaron en diversos programas de televisión y concursos donde aparecía resolviendo de memoria complicadas ecuaciones. Así ganó varios premios, incluso una motocicleta cuando no tenía edad para manejarla. Su temperamento orgulloso iba camino a convertirse en arrogante, pero Carmen lo mantuvo a raya poniéndolo a trabajar en su fábrica durante las vaca ciones, para que supiera desde pequeño cuánto cuesta ganarse la vida y tuviera contacto con los obreros.
También cultivó su curiosidad y le abrió la mente a^ otras culturas. A los quince años Da¡ había estado en Oriente, en África y en varios países de América del Sur, hablaba algo de español y vietnamita, tenía en la punta de los dedos la contabilidad del negocio de su madre, disponía de una cuenta de ahorros y varias universidades ya le habían ofrecido becas para estudiar en el futuro. Mientras el país entero discutía la crisis de valores entre los jóvenes y el desastre del sistema educativo que había creado una generación de ignorantes y flojos, Da¡ estudiaba a conciencia, trabajaba y en sus ratos libres exploraba la biblioteca y jugaba con su computadora. Tenía en su cuarto un pequeño altar con la fotografía trucada por Leo Galupi de su madre y su padre, junto a una cruz de madera, un pequeño Buda de loza y un recorte de una revista con la imagen de la tierra vista desde una nave espacial. No era sociable, prefería estar solo y hasta entonces Carmen fue su única y gran compañera. Aquel muchacho amable, satisfecho con su vida y cómodo en su piel de lobo solitario, cambió de repente a finales de la primavera. Pasaba horas acicalándose, empezó a vestirse, hablar y moverse como los cantantes de rock, salía a horas intempestivas y realizaba esfuerzos gigantescos para ser aceptado por los muchachos cuya compañía antes despreciaba. Renegó de su pasión por las matemáticas porque deseaba ser uno del montón y eso lo separaba de sus compañeros. Cuando su madre lo vio sufrir pegoteándose el pelo con laca para domar sus negros mechones, poniéndose pasta dentífrica en las espinillas y paseándose ante el teléfono, supo que el tiempo de idílica complicidad con su hijo estaba por terminar y tuvo una crisis de celos que no se atrevió a confesar ni siquiera a Gregory Reeves en las conversaciones de los lunes.
Para entonces había tiendas Tamar repartidas por el mundo y contaba con un eficiente equipo de empleados para manejar su negocio mientras ella se limitaba a diseñar líneas nuevas y promover la imagen de la compañía. Compró una casa de madera en medio de grandes árboles en las colinas de Berkeley, donde vivía con su hijo y su madre.
Pedro Morales había muerto hacía algunos años. Cuando presintió el fin se negó a ir al hospital y no quiso que le prolongaran la vida con recursos artificiales; pensó que las cuentas médicas arruinarían a la familia y su mujer quedaría en la calle. Trabajó una vida para sacar adelante a su pequeña tribu y no deseaba perjudicarlos en su última hora. Estaba muy orgulloso de los suyos, sobre todo de Carmen y de su nieto Da¡, en quien veía la reencarnación de su hijo Juan José. Se fue al otro mundo sin dejar cabos sueltos, con la sensación de haber cumplido sin apurar al destino.
Inmaculada ayudó a su marido en el último trance y después consoló a los afligidos hijos, nueras y nietos. Al desaparecer el patriarca no se desmembró la familia, porque ella mantuvo bien atados los lazos del afecto y de la ayuda mutua. Después del entierro decidió quedarse con Carmen por un tiempo y en pocas semanas repartió sus pertenencias y vendió la casa.
Durante años había puesto el alma en juntar esos muebles y adornos, testigos de su prosperidad, pero al perder a su marido nada material tenía significado para ella. Uno pasa la primera parte de la vida juntando cosas y la segunda tratando de desprenderse de ellas, decía. Sólo conservó la cama que había compartido con Pedro Morales durante medio siglo, porque en ella deseaba morir un día. La mujer había cambiado poco, estaba congelada en una edad indefinida, la fortaleza de su raza indígena parecía protegerla del desgaste del cuerpo y las fallas de la memoria, nunca había estado más lúcida, era una vieja firme y diligente, inmune al cansancio, la debilidad o la mala salud.
Se hizo cargo de los asuntos domésticos de Carmen con fervor militante, había criado seis hijos en la estrechez de un barrio pobre y esa casa llena de comodidades no representaba ningún desafío para ella.
Costó mucho impedirle que se partiera la espalda lavando ropa o batiendo huevos; era partidaria de mantener las manos siempre ocupadas, el ocio produce enfermedades, decía para justificarse cuando la encontraban encaramada en una escalera lavando ventanas o a gatas poniendo trampas para los mapaches, que habían formado una colonia en los fundamentos de la casa. Seguía cocinando manjares mexicanos que sólo Da¡ y ella saboreaban porque Carmen vivía a dieta, se levantaba al amanecer para regar su huerto de verduras y hierbas aromáticas, limpiar, cocinar y lavar, y era la última en irse a la cama, después de llamar por teléfono a cada uno de sus hijos a diferentes ciudades del país; no era mujer de renunciar a seguir la pista de cerca a sus descendientes. Tenía muy arraigado el hábito de servidumbre como para modificarlo en la vejez, pero era la primera en burlarse de sus afanes domésticos. Años antes aplaudió secretamente a Carmen cuando regresó de sus viajes convertida en una «gringa liberada», como mascullaba Pedro Morales. Que su hija se ganara la vida mejor que sus hermanos le producía un íntimo deleite; compensaba su propia vida de–agachar la cabeza ante los hombres.
Carmen obligó a su madre a usar máquinas modernas, compraba las tortillas en bolsas plásticas y le abrió una cuenta en el banco, que ella trataba con el mismo respeto destinado a su libro de misa.
Inmaculada fue la primera en adivinar que Daí había entrado en la fase del amor no correspondido y se lo transmitió a su hija. — Cuéntamelo todo–ordenó Carmen al muchacho en el restaurante. Daí trató de escabullirse, pero lo traicionaron el aire de desamparo y el rubor, era de piel morena y el bochorno le daba un cierto tono de berenjena. Su madre no le dejó escapatoria y a los postres no tuvo más remedio que confesar, atarantado de pastel de chocolate y revolcándose en la silla, que no podía dormir ni estudiar ni pensar ni vivir, se le iban las horas sentado junto al teléfono esperando una llamada que nunca llegaba, y qué hago, mamá, seguro me desprecia porque no soy blanco ni juego fútbol, para qué habré nacido, para qué me fuiste a buscar a Vietnam y me criaste tan distinto a los demás, no conozco los nombres de los grupos de rock y soy el único estúpido que le dice asiáticos a los orientales y afroamericanos a los negros, que se preocupa de los agujeros en la capa de ozono, los mendigos en la calle y la guerra contra Nicaragua. El único políticamente correcto de mi maldita escuela, a nadie le importa un carajo todo eso, mamá, la vida es una mierda, y si Karen no me llama hoy te juro que me subo en la motocicleta y me lanzo barranco abajo porque no puedo vivir sin ella.
Carmen Morales le interrumpió el discurso con una cachetada en la cara, que resonó como un portazo en la esotérica paz del restaurante vegetariano. Nunca lo había golpeado. Da¡ se llevó una mano a la mejilla, tan sorprendido que la letanía de lamentos se le secó en los labios.
— No vuelvas a hablar de matarte ¿me has entendido? — ¡Es una manera de decir, mamá!
— No quiero oírlo ni en broma. Vas a vivir tu vida entera, aunque te duela. Y ahora dime quién es esa desgraciada que se da el lujo de despreciar a mi hijo.
Se trataba de una compañera de clases que a su vez estaba enamorada, como todas las demás chicas de la escuela, del capitán del equipo de fútbol, con quien Da¡ ni en sueños podía competir. Al día siguiente Carmen acompañó a su hijo para verla a la salida, y se en contró ante una rubia deslavada con cara de bebé medio oculta tras un globo de goma de mascar. Suspiró aliviada, segura de que Daí se repondría del mal de amor y encontraría rápidamente alguien más interesante, pero aunque no fuera así, de cualquier forma nada se podía hacer; resultaba imposible ahorrarle experiencias o dolores como trató de hacerlo cuando era pequeño.
Después comprendió que su sensación de alivio tenía una causa más profunda que la insignificante personalidad de Karen y la certeza de que Da¡ no sufriría por ella eternamente. Comenzaba a intuir las ventajas de que su hijo volara solo.
Por primera vez en los trece años que habían estado juntos podía pensar en sí misma como un ser separado e individual, hasta entonces Da¡ era su prolongación y ella lo era de él, siameses pegados por el corazón, como decía Inmaculada. Esa tarde su madre la encontró sentada en la cocina ante una taza de té de mango, mirando las sombras oscuras de los árboles en la última luz del día. — Te parece que me veo vieja, mamá?
— Más vieja que el año pasado, pero menos que el año próximo, con el favor de Dios–replicó Inmaculada.
— ¿Sabes que podría ser abuela? La vida pasa volando.
— A tu edad pasa rápido, hija, una cree que vivirá para siempre. A la edad mía los días se hacen sal y agua, ni cuenta me doy de cómo gasto las horas.
— ¿Crees que todavía alguien puede enamorarse de mi? — Pregunta mejor si acaso puedes enamorarte tú. La felicidad que se vive deriva del amor que se da. — No dudo de que yo puedo enamorarme.
— Me alegro, porque pronto me moriré y Da¡ se irá de tu lado, es lo normal. No debes quedarte sola. Me canso de decirte que te cases. — ¿Con quién, mamá?
— Con Gregory, ese muchacho es mejor que todos los novios que te he conocido lo cual no es mucho decir, por supuesto. ¡Hay que ver qué mal ojo tienes para los hombres! — Gregory es mi hermano, casarnos sería pecado de incesto. — Lástima. Entonces busca uno de tu edad, no entiendo por qué andas con tipos más jóvenes que tú.
— No es mala idea, vieja… — replicó Carmen con una sonrisa pícara que inquietó un poco a su madre.
Tres semanas más tarde anunció en su casa que partía a Roma a buscar marido. Por medio de un investigador privado ubicó a Leo Galupi en la vasta extensión del universo, tarea que resultó bastante fácil porque su nombre estaba en letras destacadas en la guia de te léfonos de Chicago. Al terminar la guerra regresó a su punto de partida tan pobre como se fue, había perdido el dinero ganado en sus extraños negocios, pero volvió rico en experiencia. Sus años de tráficos en Asia le refinaron el gusto, sabía mucho de arte y tenía buenos contactos, así dio forma a la empresa de sus sueños. Abrió una galería con objetos orientales y tanto fue su éxito que a la vuelta de diez años tenía una sucursal en Nueva York y otra en Roma, donde vivía buena parte del año.
El investigador informó a Carmen que Galupi permanecía soltero y le mostró una serie de fotografías tomadas con teleobjetivo donde aparecía vestido de blanco caminando por la calle, subiendo a un automóvil y sorbiendo helado en las gradas de la Plaza España, el mismo sitio donde ella se había sentado a menudo cuando iba a esa ciudad a visitar las tiendas Tamar.
Al verlo su corazón dio un salto. En esos años se le habían olvidado sus rasgos, en verdad no había pensado demasiado en él, pero esas imágenes algo desenfocadas le provocaron una oleada de nostalgia; descubrió que su recuerdo permanecía a salvo en un compartimento secreto de la memoria.
Más vale que me ponga en acción, tengo mucho que hacer, decidió.
Fueron días nerviosos preparando un viaje muy diferente a los otros, en cierto sentido se trataba de una misión de vida o muerte, como le dijo a su madre cuando ésta la sorprendió con el contenido de sus armarios en el suelo, probándose vestidos en un huracán de impaciente coquetería. Una vez acomodados los asuntos de la fábrica y la casa, se hizo un examen médico, se tiñó las canas y compró ropa interior de seda. Se observó con despiadada atención en el espejo grande del baño, contó las arrugas y alcanzó a arrepentirse de no haber hecho jamás ejercicio y de los atracones de leche condensada con que burló la dieta a lo largo de los años. Se pellizcó brazos y piernas y comprobó que ya no eran firmes, trató de hundir la barriga, pero allí había un pliegue rebelde, examinó sus manos arruinadas por el trabajo con los metales y los senos que le habían pesado siempre como una carga ajena.
No tenía el mismo cuerpo de la época en que Leo Galupi la conoció, pero decidió que «el inventario» de sus encantos no estaba mal, al menos no hay huellas de várices ni estrías de embarazo, se dijo, sin recordar que no era la madre de Daí y nunca había parido. Con los detalles bajo control fue a almorzar con Gregory Reeves, con quien no quiso hablar antes de sus planes porque temió que la creyera demente. Tímidamente al comienzo y entusiasmada después le contó lo averiguado sobre Leo Galupi y le mostró las fotografías. Se llevó una sorpresa: su amigo tomó con gran naturalidad el súbito impulso de emprender peregrinaje a Europa para proponer matrimonio a un hombre a quien no había visto por más de una década y con quien nunca había hablado de amor. Le pareció tan congruente con el carácter de Carmen que preguntó por qué no lo había hecho antes.
— Estaba muy ocupada cuidando a Daí, pero mi hijo ya está grande y me necesita menos. — Puedes llevarte un chasco.
— Lo estudiaré con cuidado antes de firmar nada. Eso no me preocupa… pero tal vez yo no le guste, Greg, estoy harto más vieja. — Mira las fotografías, mujer. Los años también han pasado para él — dijo Reeves, poniéndoselas por delante, y ella entonces se fijó por primera vez que Leo Galupi tenía menos pelo y más peso. Se echó a reír contenta y decidió que en vez de escribirle o llamarlo para anunciar su visita, como había pensado, iría simplemente a verlo para desbaratar las engañifas de la imaginación y saber de inmediato si su extravagante proyecto tenía algún asidero.