Isabel Allende - El plan infinito
El entusiasmo de Gregory por Shanon se esfumó con rapidez, pero no se notó porque durante los meses del embarazo sintió por ella una ternura protectora, mezcla de compasión y arrobamiento. Estuvo a su lado cuando dio a luz, sosteniéndola, secándole la transpiración, hablándole para calmarla. mientras los médicos se afanaban bajo las lámparas implacables de la sala de parto. El olor de la sangre le trajo el recuerdo de la guerra y volvió a ver al muchacho de Kansas, como tantas veces lo viera en sueños, suplicándole que no lo dejara solo. Shanon se aferró a él mientras empujaba por desprender a la criatura de sus entrañas y en esos momentos Gregory creyó que la amaba. Le gustaban los niños y estaba entusiasmado con la idea de ser padre de nuevo, esta vez seria diferente, se prometió, el bebé no le sería extraño, como Margaret. Quiso ser el primero en iniciarlo en el mundo y estiró las manos para recibirlo apenas asomó la cabeza. Lo levantó para mostrárselo a la madre y nada pudo decir, porque la emoción le secó la voz. Después recordaría ese instante como el único de felicidad completa junto a esa mujer, pero aquel chispazo de dicha desapareció en cuestión de días, ella no servía para los afanes de la maternidad, así como tampoco para el papel de esposa o de ama de casa, y apenas pudo ponerse sus bluyines ajustados de soltera trató de escapar de la trampa del matrimonio. Su primer amante fue el médico que la atendió en el parto y muy pronto hubo varios más, mientras su marido, absorto en el trabajo, no tuvo ojos para ver las evidencias. Shanon se transformaba con cada nuevo amor según los requerimientos del hombre de turno, un día aparecía con una permanente y nueva ropa interior de encaje negro, pero dos semanas más tarde los portaligas franceses quedaban, olvidados al fondo de un cajón porque había puesto los ojos en un vecino escritor, entonces Gregory la encontraba arropada en uno de sus chalecos, sin maquillaje y con nuevos anteojos de carey, leyendo a Jung. Entretanto David, el bebé, crecía en un corral, tan inquieto, llorón y mañoso que ni su madre deseaba hacerle compañía. Un día Tina contó abochornada a su jefe que había visto a uno de los abogados de la firma besándose con Shanon en el estacionamiento, disculpe que me meta en esto, Sr. Reeves, pero es mi obligación decírselo, concluyó con voz temblorosa. A Gregory el mundo se le tiñó de rojo, cogió al acusado por la solapa y se trenzó a puñetazos, el hombre logró tomar el ascensor para escapar, pero él corrió por la escalera de servicio y lo atrapó en la calle con tal escándalo que intervino la policía y acabaron todos declarando en el retén, incluso Mike Tong, quien volvía del correo y alcanzó a ser testigo del final de la pelotera, cuando el galán yacía en la acera con la nariz ensangrentada. Esa noche Shanon culpó de lo sucedido a unas copas de más y trató de convencer a su marido que esas travesuras carecían por completo de importancia, sólo lo amaba a él. Gregory quiso saber qué diablos hacía en el estacionamiento y ella juró que se trataba de un encuentro casual y un beso amistoso.
— Se te nota la edad, Gregory, eres muy pasado de moda–concluyó. — ¡Parece que nací para cornudo! — rugió Reeves y se fue con un portazo rotundo.
Durmió en un motel hasta que Shanon logró ubicarlo y le suplicó que regresara, jurando amor y asegurándole que a su lado se sentía segura y protegida, sola estaba perdida, dijo sollozando. En secreto Gregory la esperaba. Había pasado la noche despierto, atormentado por los celos, imaginando represalias inútiles y soluciones imposibles. Fingió una rabia que en verdad ya no sentía, sólo por la satisfacción de humillarla, pero volvió a su lado tal como lo haría cada vez que se fuera en los meses siguientes.
Margaret desapareció de la casa de su madre a los trece años. Samantha esperó dos días antes de llamarme porque pensó que no tenía dónde ir y pronto estaría de vuelta, seguro se trataba de una escapada sin importancia, todos los chicos a su edad hacen estas locuras, no es nada del otro mundo, ya sabes que Margaret no da problemas, es muy buena, me dijo. Su capacidad para ignorar la realidad es como la de mi madre, nunca deja de maravillarme. Avisé de inmediato a la policía, que organizó una operación masiva para encontrarla, pusimos avisos en cada ciudad de la bahía, la llamamos por radio y por televisión. Cuando fui a la escuela me enteré de que no la habían visto en meses, se habían cansado de mandar notificaciones a su madre y dejar recados por teléfono. Mi hija era pésima estudiante, no tenía amistades, no hacía deportes y faltaba demasiado a clases, hasta que por fin dejó de asistir. Interrogué a sus compañeros, pero sabían poco de ella o no quisieron decirme, me pareció que no le tenían, simpatía, una muchacha la describió como agresiva y grosera, dos adjetivos imposibles de asociar con Margaret, quien siempre se comportaba como una dama antigua en un salón de té. Después hablé con los vecinos y así me enteré de que la habían visto salir a altas horas de la noche, a veces la venía a buscar un tipo en una motocicleta, pero casi siempre regresaba en diferentes automóviles. Samantha dijo que seguro se trataba de chismes mal intencionados, ella no había notado nada raro. Cómo iba a percibir la ausencia de su hija, si ni siquiera notaba su presencia, digo yo. En la foto que apareció en televisión Margaret se veía muy bonita e inocente, pero recordé sus gestos provocativos y se me ocurrieron horribles posibilidades. El mundo está lleno de pervertidos, me dijo una vez un oficial de la policía cuando se me perdió en el parque uno de los ni ños que cuidaba. Fueron días de suplicio recorriendo cuarteles de policía, hospitales, periódicos.
— Este es un caso para San Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas–me recomendó Timothy Duane con toda seriedad cuando me desmoroné en su laboratorio en busca de una mano amiga-. — Tienes que ir a la Iglesia de los Dominicos, ponerle veinte dólares a la cajita del santo y prenderle una vela. — Estás demente, Tim.
— Sí, pero ése no es el punto. Lo único que me dejaron doce años de colegio de curas es el sentido de culpa y la fe incondicional en San Judas. Nada pierdes con probar.
— El Dr. Duane tiene razón, no se pierde nada con probar. Yo lo acompaño–ofreció suavemente mi secretaria, cuando lo supo, y así fue como me encontré de rodillas en una iglesia encendiendo velas, como no lo hacía desde mis tiempos de monaguillo del Padre Larraguibel, acompañado por la inefable Ernestina Pereda. Esa noche alguien llamó diciendo que en un bar habían visto a una persona parecida, sólo que bastante mayor. Allí fuimos con dos policías y encontramos a Margaret disfrazada de mujer, con uñas postizas, tacones altos, pantalones ajustados y una máscara de maquillaje deformando su cara de bebé. Al verme echó a correr y cuando le dimos caza me abrazó llorando y me llamó papá por primera vez desde que me acuerdo. El examen médico reveló que tenía marcas de agujas en los brazos y una infección venérea. Cuando traté de hablar con ella en el cuarto de la clínica privada donde la internamos, me rechazó con una andanada de palabrotas que escupía con voz de hombre, varias de las cuales no había oído ni siquiera en el barrio donde me crié o en mis tiempos de soldado. Se había arrancado la sonda del brazo, con su lápiz de labios había escrito horrendas obscenidades en las paredes de su pieza, había destrozado la almohada y lanzado al suelo todo lo que encontró a su alcance. Se necesitaron tres personas para sujetarla mientras le colocaban un tranquilizante. A la mañana siguiente fui con Samantha a verla y la encontramos serena y sonriente en su cama, con la cara limpia y una cinta en el pelo, rodeada de ramos de flores. cajas de chocolate y animales de pe–luche que le habían mandado los empleados de mí oficina. De la endemoniada del día anterior no quedaba ni rastro. Al preguntarle por qué había cometido semejante barbaridad se desmoronó llorando con aparente arrepentimiento, no sabía lo que le pasó, dijo, nunca lo había hecho antes, era culpa de malas amistades, pero no debíamos preocuparnos, se daba cuenta del peligro y no vería más a esa gen tuza, los pinchazos fueron sólo un experimento y no se repetirían, lo juraba.
— Estoy bien. Lo único que necesito es un tocacintas para escuchar música–nos dijo.
— ¿Qué clase de música quieres? — preguntó su madre acomodándole las almohadas.
— Un amigo me trajo mis canciones preferidas–replicó letárgica-. — Y ahora déjenme dormir, estoy un poco cansada.
Al despedimos nos pidió que le lleváramos cigarrillos, sin filtro por favor. Me extrañó que fumara. pero luego recordé que a su edad yo me había fabricado una pipa y, de todos modos. comparado con sus otros problemas, un poco de nicotina me pareció lo de menos. Consideré poco oportuno discutir sobre los peligros del humo en los pulmones, cuando podía morirse de una sobredosis de heroína. Cuando regresé a verla en la tarde ya no estaba. Se las arregló para despistar a la enfermera de tumo, ponerse la misma ropa de prostituta con la cual llegó y huir. Al limpiar el cuarto descubrieron una jeringa de–sechable bajo el colchón, junto a la cinta de música rock y los restos del lápiz de labios. Había perdido a Margaret–desde entonces la he visto en la cárcel o en una cama de hospital–pero no lo sabía aún, me demoré nueve años en decirle adiós, nueve años de esperanzas defraudadas, de búsquedas inútiles, de falsos arrepentimientos, de incontables raterías, traiciones, vulgaridades, sospechas y humillaciones, hasta que por fin acepté en el fondo de mi corazón que es imposible ayudarla.
La primera tienda Tamar surgió en una calle del centro de Berkeley, entre una librería y un salón de belleza, veinticinco metros cuadrados con una vitrina pequeña y una puerta estrecha, que hubiera pasado desapercibida entre los otros comercios del vecindario, si Carmen no decide aplicar los mismos principios decorativos de la casa de Olga, pero al revés. La vivienda de la curandera tenía tantos adornos y colorinches como una pagoda de opereta y por lo mismo destacaba en la arquitectura os y pobretona del barrio latino. El local de Carmen estaba rodeado de tiendas vistosas, de restaurantes chinos con sus dragones iracundos y mexicanos con sus cactus de yeso, bazares de la India, ventas para turistas y la floreciente industria de pornografía con avisos de neón mostrando parejas desnudas en posiciones inverosímiles. Con semejante competencia resultaba difícil atraer clientela, pero ella pintó todo de blanco, puso un toldo del mismo color en la puerta y lámparas potentes para acentuar el aspecto de laboratorio de su local. Desplegó las joyas sobre sencillas bandejas de arena y transparentes trozos de cuarzo, donde el elaborado diseño y los ricos materiales lucían espléndidos. En un rincón colgó algunas faldas gitanas, como las que ella misma usaba desde hacía años, únicas notas cálidas en esa blancura de nieve. En el aire flotaba un aroma tenue de especias y los monótonos acordes de una vihuela oriental.
— Pronto tendré cinturones, carteras y chales–explicó Carmen a Gregory cuando le mostró ufana su nuevo negocio en la fiesta de inauguración-. Habrá poca variedad pero se podrán combinar todas las piezas, de manera que con una visita a mi tienda la clienta pueda salir vestida de pies a cabeza.
— No encontrarás mucho entusiasmo por estos disfraces–se rió Gregory, convencido de que se necesitaba estar mal de la cabeza para ponerse las creaciones de su amiga, pero minutos más tarde debió tragarse sus palabras cuando Shanon le rogó que le comprara varios pendientes «étnicos», que a él le parecieron injustificadamente caros, y vio a su amiga Joan, del brazo de Balcescu, luciendo una de esas estrafalarias faldas zíngaras de parches multicolores. Las mujeres son un verdadero misterio, masculló.
Carmen Morales llevaba su negocio con prudencia de hortelano. Sacaba sus cuentas cada semana, separando una parte para mantener funcionando la fábrica, otra para impuestos. algo para sobrevivir sin lujos y aumentar su cuenta de ahorros. Contaba con sus fieles vietnamitas para reproducir los diseños y unas comadres mexicanas de su barrio que, de acuerdo a precisas instrucciones, cosían la ropa en sus casas y se la enviaban por servicio postal. Ella misma escogía todos los materiales y una vez al año, durante el verano, partía de compras al Asia o al norte de África en unos azarosos viajes que a otra mujer menos confiada la hubieran aterrado, pero ella iba protegida de los riesgos porque era incapaz de imaginar la maldad ajena. Sólo podía ausentarse durante las vacaciones escolares de Daí quien se acostumbró a esos safaris en tren, en jeep, en burro o a pie por aldeas remotas en las junglas de Tailandia, campamentos de pastores nómades en las montañas Atlas, o barrios de miseria en las multitudinarias ciudades de la India. Su cuerpo delgado y moreno resistía sin quejas toda suerte de comidas, agua contaminada, picadas de mosquitos, fatigas y calor de infierno, poseía la fortaleza de un fakir para los inconvenientes. Era un niño tranquilo que aprendió las cuatro operaciones aritméticas jugando con las cuentas para collares y antes de los diez años había descubierto varias leyes matemáticas que en vano trataba de explicar a su madre y a la maestra. Más tarde, cuando averiguaron su extraordinario talento para los números y lo examinaron profesores de la universidad, resultaron ser principios dé trigonometría. Tenía un pequeño tablero metálico de ajedrez con piezas imantadas y en el vapuleo de los trenes, medio aplastado por la multitud de pasajeros, jaulas de animales, destartaladas maletas de cartón y canastos con comestibles, Daí jugaba impasible ajedrez contra sí mismo, sin hacer trampas. No siempre dormían en hoteles o en chozas de gente amiga, a veces viajaban en pequeñas caravanas o llevaban un guía y les tocaba detenerse para acampar en la mitad de la nada.
En un petate en el suelo o en una hamaca colgando bajo un improvisado mosquitero, rodeado por graznidos amenazantes de pájaros nocturnos y rumor de patas sigilosas, sumido en el inquietante olor de residuos vegetales y magnolias, Da¡ se sentía totalmente seguro junto al cuerpo tibio de su madre, la creía invulnerable. Con ella pasó por muchas aventuras y las pocas veces en que la vio asustada sintió también el pinchazo del miedo: pero entonces recordaba a su otra madre, la de los ojos de almendras negras que volaba a propulsión a chorro sobre su cabeza protegiéndolo de todos los males. En un bazar de Marruecos, pululando entre la abigarrada muchedumbre, el niño se soltó de la mano de Carmen para admirar unos cuchillos curvos con cachas de cuero labrado.
El dueño de la tienda, un hombronazo patibulario envuelto en trapos, lo cogió por el cuello, lo levantó en vilo y le dio un bofetón, pero antes que alcanzara a repetir el gesto una fiera brava le cayó encima, toda zarpas. gruñendo y lanzando mordiscos de perra rabiosa. Daí vio a su madre rodar con el árabe por el suelo en un alboroto de faldas rotas, cestas volteadas, mercadería dispersa y burlas de otros hombres del mercado. Carmen recibió un puñetazo en la cara y por unos instantes quedó aturdida, pero la violencia de su desesperación la reanimó y antes que nadie pudiera preverlo empuñaba uno de los cuchillos curvos desenvainado. En ese instante interrumpió la policía, la desarmaron y salvaron al comerciante de una puñalada segura, mientras los hombres reunidos en círculo celebraban la golpiza y acusaban a la extranjera con gritos e insultos. Carmen y Da¡ terminaron en un cuartel entre rejas, rodeados de maleantes que no se atrevieron a molestarlos porque vieron la muerte en los ojos de esa mujer. El cónsul americano acudió a su rescate y más tarde, al despedirse, les aconsejó no volver a poner los pies en ese país. Nos vemos el ano próximo, replicó Carmen y no pudo sonreír, porque tenía la cara hinchada y una cortadura profunda en el labio. De esas exploraciones regresaban con cajas repletas de cuentas variadas, trozos de coral, vidrio o métales antiguos, piedras semipreciosas, minúscu las tallas en hueso, conchas perfectas, garras y dientes de bestias ignotas, hojas y escarabajos petrificados desde la edad de los hielos. También traían telas bordadas y cueros repujados que servían para agregar detalles a un cinturón o un bolso, cintas desteñidas por el tiempo para las faldas, botones o hebillas que descubrían en sucuchos olvidados. Para entonces Carmen ya no trabajaba en su casa. En el taller tenía sus tesoros en cajas de plástico transparente organizados por materiales y colores, allí se encerraba por horas a fabricar cada modelo, poniendo y quitando cuentas, labrando metales, cortando y puliendo en un paciente ejercicio de la imaginación. Inició la moda de los motivos astrológicos de lunas y estrellas, el uso de cristales para la buena fortuna, las joyas de inspiración africana, los aretes diferentes para cada lado y el pendiente único enroscado en la oreja con una cascada de piedras y de piezas de plata, que más tarde serían copiados hasta la saturación. Los, años le dieron seguridad y afinaron un poco sus rasgos, pero no atenuaron su alegre disposición ni disminuyeron su gusto por la aventura. Manejaba el negocio como una experta, pero se divertía tanto haciéndolo que no lo consideraba un trabajo. Era incapaz de tomarse en serio. No veía diferencia entre su próspera empresa y los tiempos en que fabricaba artesanías en la casa de sus padres para vender en el barrio latino o se vestía con pañuelos de colores para hacer malabarismos en la Plaza Pershing. Todo formaba parte del mismo, pasatiempo ininterrumpido de la existencia y el hecho de que aumentaran los ceros en sus cuentas bancarias no cambiaba para nada la índole juguetona de su quehacer. Era la primera sorprendida de su éxito, le costaba creer que hubiera gente dispuesta a pagar tanto por esos adornos inventados en un rapto de inspiración para divertirse. Los afanes de la vida y los engaños del éxito tampoco cambiaron su naturaleza amable, seguía siendo abierta, confiada y generosa. Los viajes le enseñaron las infinitas «serias y dolores que soporta la humanidad y al compararse con otros se sentía muy afortunada. Para ella no existía conflicto entre el buen ojo para el comercio y la compasión, desde el comienzo se las arregló para dar trabajo en las mejores condiciones posibles a los más pisoteados de la escala social, y después, cuando su fábrica creció, contrataba tantos latinos pobres, refugiados asiáticos y centroamericanos, inválidos y hasta un par de retardados mentales que puso a cargo de las plantas y los jardines, que Gregory llamaba al negocio de su amiga «el hospicio de Tamar». Gastaba tiempo y dinero en fatigosos entrenamientos y clases de inglés para sus obreros, que por lo general acababan de llegar al país escapando de inconfesables penurias. Su espontánea caridad resultó da empresarial, tal como lo fueron el comedor gratuito, los recreos obligatorios, la música ambiental, las sillas cómodas. las clases de gimnasia y relajación para los músculos agarrotados por el minucioso esfuerzo de montar las joyas, y tantas innovaciones, porque el personal respondía con fidelidad y eficiencia asombrosas. En sus viajes Carmen aprendió que el mundo no es blanco y nunca lo sería, por lo mismo ostentaba con orgullo su piel tostada y sus rasgos latinos. Su arrogante postura engañaba a los. demás, daba la impresión de ser más alta y más joven y se presentaba con tanto aplomo, envuelta en sus vestidos gitanos y acompañada por el tintinear de sus pulseras, que nadie se daba el trabajo de detallar su escasa estatura, senos pesados y cuerpo de guitarra. o sus primeras canas y arrugas. En el recreo de la escuela Da¡ ganó un concurso entre sus compañeros por tener la madre más bella. — ¿Nunca te vas a casar, mamá? — le preguntó el niño. — Sí. cuando tú crezcas me voy a casar contigo. — Cuando yo crezca tú estarás muy vieja–le explicó Daí, para quien los números eran verdades irrefutables.