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Isabel Allende - El plan infinito

Читать бесплатно Isabel Allende - El plan infinito. Жанр: Современная проза издательство неизвестно, год 2004. Так же читаем полные версии (весь текст) онлайн без регистрации и SMS на сайте kniga-online.club или прочесть краткое содержание, предисловие (аннотацию), описание и ознакомиться с отзывами (комментариями) о произведении.
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La primera no fue difícil, simplemente averiguó dónde inscribirse. llenó un formulario y le dieron un número, pero la segunda no sospechaba cómo conseguirla. Pensó que Gregory Reeves se la habría hecho sin vacilar, era una lástima que estuviera lejos, pero ese inconveniente no sería un tropiezo. Ubicó un sucucho donde alquilaban máquinas de escribir y redactó una carta afirmando su competencia en el negocio de cuidar niños, su honorabilidad y buen trato con el público. La redacción quedó algo florida, pero ojos que no ven, corazón que no siente, como diría su madre. Gregory no tenía para qué enterarse de los detalles. Conocía de memoria la firma de su amigo, no en vano se habían escrito por años. Al día siguiente se presentó al empleo, que resultó ser una casa antigua decorada con plantas y trenzas de ajos. La recibió una mujer de pelo canoso y rostro jovial vestida con pantalones bolsudos y chancletas de fraile franciscano. — Interesante–dijo cuando leyó la carta de recomendación-. Muy interesante… ¿Así es que usted conoce a Gregory Reeves? — Trabajé para él–se sonrojó Carmen.

— Que yo sepa, está en Vietnam desde hace más de un año, ¿cómo explica que esta carta tenga fecha de ayer?

Era Joan, una de las amigas de Gregory y ése era el restaurante ma–crobiótico donde tantas veces iba a comer hamburguesas vegetarianas y a buscar consuelo. Con las rodillas temblorosas y un hilo de voz Carmen admitió su engaño y en pocas frases contó su relación con Reeves.

— Está bien, se ve que eres una persona de recursos–se rió Joan-. Gregory es como un hijo, aunque no soy tan vieja como para ser su madre; que no te engañen mis canas. En el sofá de mi sala durmió su última noche antes de partir a la guerra. ¡Qué estupidez tan grande cometió! Susana y yo nos cansamos de decirle que no lo hiciera, pero fue inútil. Espero que vuelva con las mismas presas con que se fue, sería un desperdicio si algo le pasara, siempre me pareció un lujo de hombre. Sí eres su amiga también serás nuestra. Puedes comenzar hoy mismo. Ponte un delantal y un pañuelo en la cabeza para que no metas tus pelos en los platos de los clientes y anda a la cocina para que Susan te explique el trabajo.

Poco después Carmen Morales no sólo servía las mesas, también ayudaba en la cocina porque tenía buena mano para los aliños y se le ocurrían nuevas combinaciones para variar el menú. Se hizo tan amiga de Joan y Susan, que le alquilaron el desván de su casa, una habitación amplia repleta de cachivaches, que una vez vaciada y limpia resultó un refugio ideal–Tenía dos ventanas mirando la bahía desde la soberbia perspectiva de los cerros y una claraboya en el techo para seguir el tránsito de las estrellas.

De día Carmen gozaba de luz natural y de noche se alumbraba con dos grandes lámparas victorianas rescatadas del mercado de las pulgas. Trabajaba por la tarde y parte de la noche en el restaurante, pero por la mañana disponía de tiempo libre. Adquirió herramientas y materiales y en los ratos de ocio volvió a su oficio de orfebre, comprobando con alivio que no había perdido la inspiración ni los deseos de trabajar. Los primeros aretes fueron para sus patronas, a quienes debió abrirles hoyos en las orejas para que pudieran usarlos, quedaron ambas un poco adoloridas, pero sólo se los quitaban para dormir, persuadidas de que resaltaban su personalidad, feministas sin dejar de ser femeninas, se reían. Consideraban a Carmen la mejor colaboradora que habían tenido, pero le aconsejaban no perder su talento atendiendo mesas y revolviendo ollas, debía dedicarse por completo a la joyería.

— Es lo único que te conviene. Cada persona nace con una sola gracia y la felicidad consiste en descubrirla a tiempo–le decían cuando se sentaban a tomar té de mango y contarse las vidas. — No se preocupen, soy feliz–replicaba Carmen con plena convicción. Tenía la corazonada de que las penurias pertenecían al pasado y ahora comenzaba la mejor parte de su existencia.

De vuelta en el mundo de los vivos, Gregory Reeves juntó los recuerdos de la guerra–fotos, cartas, cintas de música, ropa y su medalla de héroe–los roció con gasolina y les prendió fuego. Sólo guardó el pequeño dragón de madera pintada, recuerdo de sus amigos en la aldea, y el escapulario de Juan José. Tenía intención de devolverlo a Inmaculada Morales una vez que descubriera la forma de quitarle la sangre seca. Había jurado no comportarse como tantos otros veteranos enganchados para siempre en la nostalgia del único tiempo grandioso de sus vidas, inválidos de espíritu, incapaces de adaptarse a una existencia banal ni de liberarse de las múltiples adicciones de la guerra. Evitaba las noticias de la prensa, las protestas en la calle, los amigos de entonces que habían regresado y se juntaban para revivir las aventuras y la camaradería de Vietnam. Tampoco deseaba saber de los otros, los que estaban en sillas de ruedas o medio locos, ni de los suicidas. Los primeros días agradecía cada detalle cotidiano; una hamburguesa con papas fritas, el agua caliente en la ducha, la cama con sábanas, la comodidad de su ropa de civil, las conversaciones de la gente en la calle, el silencio y la intimidad de su cuarto, pero comprendió pronto que eso también encerraba peligros. No. no debía celebrar nada, ni siquiera el hecho de tener el cuerpo entero. El pasado estaba atrás, si tan sólo pudiera borrar la memoria. En el día lograba olvidar casi por completo, pero en las noches sufría pesadillas y despertaba bañado de sudor, con ruido de armas explotándole por dentro y visiones en rojo asaltándolo sin tregua. Soñaba con un niño perdido en un parque y ese niño era él, pero soñaba sobre todo con la montaña, donde disparaba contra sombras transparentes. Estiraba la mano en busca de las píldoras o la yerba, tanteaba la mesa, encendía la luz medio aturdido, sin saber dónde se encontraba.

Mantenía el whisky en la cocina, así se daba tiempo de pensar antes de tomarse un trago. Ideaba pequeños obstáculos para ayudarse: nada de alcohol antes de vestirme o comer algo, no beberé si es día impar o si todavía no ha salido el sol, primero haré veinte flexiones de pecho y escucharé un concierto completo. Así retrasaba la decisión de abrir el mueble donde guardaba la botella y por lo general lograba controlarse, pero no se decidía a eliminar el licor, siempre tenía algo a mano para una emergencia.

Cuando al fin llamó a Samantha le ocultó que llevaba más de dos semanas a sólo veinte millas de su casa; le hizo creer que acababa de regresar y le pidió que lo recogiera en el aeropuerto, donde la esperó recién bañado, afeitado y sobrio, en ropa de civil. Se sorprendió al ver cuánto había crecido Margaret y lo bonita que se había puesto, parecía una de esas princesas dibujadas a plumilla en los cuentos antiguos, con ojos de un azul marítimo, crespos rubios y un extraño rostro triangular de facciones muy finas. También notó cuán poco había cambiado su mujer, llevaba incluso los mismos pantalones blancos de la última vez que la vio. Margaret le tendió una mano lánguida sin sonreír y se negó a darle un beso. Tenía gestos coquetos copiados de las actrices de telenovelas y caminaba bamboleando su minúsculo trasero. Gregory se sintió incómodo con ella, no lograba verla como la niña que en realidad era sino como una indecente parodia de mujer fatal y se avergonzó de sí mismo, tal vez Judy tenía razón, después de todo, y la índole perversa de su padre estaba latente en su sangre como una maldición hereditaria. Samantha le dio una tibia bienvenida, se alegraba de verlo en tan buena forma, estaba más delgado pero más fuerte, le quedaba bien el bronceado, que evidentemente la guerra no había sido tan traumática para él, en cambio ella no estaba del todo bien, lamentaba tener que decirlo, la situación económica era pésima, se le habían terminado los ahorros y le resultaba imposible sobrevivir con un sueldo de soldado; no se quejaba, por supuesto, comprendía las circunstancias, pero no estaba acostumbrada a pasar penurias y Margaret tampoco. No. No pudo continuar con la guardería de niños, era un trabajo muy pesado y aburrido, además debía cuidar a su hija ¿no? Al subir al automóvil le comunicó suavemente que le había reservado un cuarto en un hotel, pero no tenía inconveniente en guardar sus cosas en el garaje hasta que se instalara mejor. Si Gregory se había hecho algunas ilusiones sobre una posible reconciliación, esas pocas frases fueron suficientes para percibir una vez más el abismo que los separaba.

Samantha no había perdido su cortesía habitual, tenía un control admirable sobre sus emociones y era capaz de mantener una conversación por tiempo indefinido sin decir nada. No le hizo preguntas, no deseaba enterarse de situaciones desagradables, mediante un esfuerzo descomunal había logrado permanecer en un mundo de fantasía, donde no había cabida para el dolor o la fealdad. Fiel a sí misma, pretendía ignorar la guerra, el divorcio, el rompimiento de su familia y todo aquello que pudiera alterar su horario de tenis. Gregory pensó con cierto alivio que su mujer era una página en blanco y no tendría remordimientos en empezar otra vida sin ella. El resto del camino intentó comunicarse con Margaret, pero su hija no estaba dispuesta a darle ninguna facilidad. Sentada en el asiento trasero se mordía las uñas pintadas de rojo, jugaba con un mechón de pelo y se observaba en el espejo retrovisor, respondiendo con monosílabos si su madre le hablaba, pero callando tenazmente si él lo hacia.

Alquiló una casa al otro lado de la bahía, cuyo principal atractivo era un muelle prácticamente en ruinas. Pensaba comprar un bote en el futuro, más por fanfarronada que por el gusto de navegar, cada vez que salía en el barco de Timothy Duane terminaba convencido que tanto trabajo sólo se justificaba para salvar la vida en un naufragio, pero jamás como pasatiempo. Con el mismo criterio adquirió un Porsche; esperaba provocar la admiración de los hombres y llamar la atención de las mujeres.

Los coches son símbolos fálicos, no sé por qué el tuyo es chico, estrecho, chato y tembleque, se burló Carmen cuando lo supo. Tuvo al menos el buen criterio de no comprar muebles antes de conseguir un empleo seguro y se conformó con una cama del tamaño de un ring de boxeo, una mesa de múltiples usos y un par de sillas. Ya instalado partió a Los Ángeles, donde no había estado desde que llevó a Margaret para presentarla a la familia Morales, varios años atrás.

Nora Reeves lo recibió con naturalidad, como sí lo hubiera visto el día anterior, le ofreció una taza de té y le contó las noticias del barrio y de su padre, que seguía comunicándose con ella todas las semanas para mantenerla informada sobre la marcha del Plan Infinito. No se refirió a la guerra y por primera vez Gregory comparó las semejanzas entre Samantha y su madre, la misma frialdad, indolencia y cortesía, idéntica determinación para ignorar la realidad, aunque para su madre esto último había sido más difícil porque le había tocado una existencia mucho más dura. En el caso de Nora Reeves no bastaba la indiferencia, se requería una voluntad muy firme para que los problemas no la rozaran. A Judy la encontró en cama con un recién nacido en los brazos y otras criaturas jugando a su alrededor. Cubierta por la sábana se disimulaba su gordura, parecía una opulenta madona renacentista. Ocupada en los afanes de la crianza, no atinó a preguntarle cómo estaba, dando por sentado que si se encontraba aparentemente entero frente a sus ojos no había mayor novedad. El segundo marido de su hermana resultó ser dueño de un taxi, viudo, padre de dos de los chicos mayores y del bebé. Era un latino nacido en el país, uno de esos chicanos que hablan mal el español, pero tiene el inconfundible sello indígena de sus antepasados, pequeño, delgado, con un largo bigote caído de guerrero mogol. Comparado con su antecesor, el gigantesco Jim Morgan, parecía un mequetrefe desnutrido. Gregory no supo si este hombre amaba a Judy más de lo que la temía, imaginó una riña entre los dos y no pudo evitar una sonrisa, su hermana sería capaz de partirle el cráneo a su marido con una sola mano, igual como rompía los huevos del desayuno. Cómo harán el amor, se preguntó Gregory fascinado.

Los Morales le dieron el recibimiento que nadie le había dado hasta ese momento, lo abrazaron por varios minutos, llorando. Gregory estuvo tentado de pensar que se lamentaban porque era él y no su hijo Juan José quien regresaba ileso, pero la expresión de absoluta dicha de sus viejos amigos le quitó esas mezquinas dudas del corazón. Retiraron la funda de plástico de uno de los sillones y allí lo instalaron para interrogarlo en detalle sobre la guerra. Se había hecho el propósito de no hablar del tema, pero se sorprendió contándoles lo que quisieron saber. Comprendió que eso era parte del duelo, entre los tres estaban enterrando por fin a Juan José. Inmaculada olvidó encender las luces y ofrecerle comida, nadie se movió hasta bien entrada la noche, cuando Pedro partió a la cocina en busca de unas cervezas. A solas con Inmaculada, Gregory se quitó del cuello el escapulario y se lo entregó. Había desistido de la idea de lavarlo porque temió que en el proceso se desintegrara, pero no tuvo necesidad de explicar el origen de las manchas oscuras. Ella lo recibió sin mirarlo y se lo puso, ocultándolo bajo la blusa.

— Sería pecado tirarlo a la basura, porque está bendito por un obispo, pero si no pudo proteger a mi hijo es que no sirve para nada — suspiró.

Y entonces pudieron referirse a los últimos momentos de Juan José. Los padres, sentados lado a lado en el horrendo sofá color rubí, y tomados de la mano por primera vez delante de alguien, escucharon temblorosos aquello que Gregory Reeves había jurado no decirles, pero no pudo callar. Les contó de la reputación de afortunado y valiente de Juan José, de cómo lo encontró por milagro en la playa y cuánto hubiera dado por ser él y nadie más que él quien estuviera a su lado para sostenerlo en sus brazos cuando iba cayendo, padre, sujéteme que me estoy cayendo muy hondo. — ¿Tuvo tiempo de acordarse de Dios? — quiso saber la madre. — Estaba con el capellán. — ¿Sufrió mucho? — preguntó Pedro Morales. — No lo sé, fue muy rápido… — Tenía miedo? ¿Estaba desesperado? ¿gritaba? — No. Me dijeron que estaba tranquilo.

— Al menos tú estás de vuelta, bendito Dios–dijo Inmaculada, y por un momento Gregory se sintió perdonado de toda culpa, redimido de la angustia, a salvo de sus peores recuerdos y una oleada de agradecimiento lo sacudió entero.

Esa noche los Morales no le permitieron alojarse en un hotel, lo obligaron a quedarse con ellos y le acomodaron la cama de soltero de Juan José. En el cajón de la mesa de noche encontró un cuaderno escolar con poemas escritos a lápiz por su amigo. Eran versos de amor.

Antes de tomar el avión de vuelta visitó a Olga. Se le habían venido los años encima, nada quedaba de su antiguo aspecto de papagayo, estaba convertida en una bruja despelucada, pero no había mermado su energía de curandera y vidente. A esas alturas de su existencia ya estaba plenamente convencida de la estupidez humana, confiaba más en sus brujerías que en sus hierbas medicinales porque apelaban mejor a la insondable credulidad ajena. Todo está en la mente, la imaginación obra milagros. sostenía. Su vivienda también mostraba desgaste, parecía un bazar de santero atiborrado de empolvados artículos de magia, con más desorden y menos colorido que antaño. Del techo aún colgaban ramas secas, cortezas y raíces, se habían multiplicado las estanterías con frascos y cajas, el antiguo aroma a incienso de las tiendas de los pakistanos había desaparecido, tragado por los olores más poderosos.

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