Isabel Allende - El plan infinito
Nos rodean, conocen nuestras mínimas intenciones, escuchan nuestros susurros, nos huelen, nos siguen, nos vigilan, esperan. Ellos no tienen alternativa: ganar o morir, no se preguntan qué mierda hacen aquí, han nacido en este suelo desde hace miles de años y pelean desde hace por lo menos cien. El chiquillo que nos vende fruta, la mujer sin orejas que nos guía a los burdeles, el anciano que quema la basura, todos son enemigos. O tal vez ninguno lo es. Durante tres meses en la aldea volví a ser un hombre, no un guerrero, un hombre, pero ahora soy otra vez un animal acosado. ¿Y si fuera una pesadilla? Una pesadilla… pronto despertaré en un desierto limpio, de la mano de mi padre, mirando el atardecer. Aquí los cielos son formidables, es lo único que la guerra aún no ha devastado. Los amaneceres son largos y el sol se mueve lentamente, naranja, púrpura, amarillo, el sol es un disco enorme de oro puro.
Nunca pensé que me enviarían de vuelta a este infierno, me queda sólo un mes, menos de un mes, exactamente veinticinco días. No quiero morir ahora, sería un final estúpido, no es posible haber sobrevivido a las pateaduras de los pandilleros del barrio, a las carreras contra un tren en marcha, a la masacre de la montaña y trece meses bajo el fuego para terminar sin pena ni gloria en una bolsa, exterminado en el último momento, como un idiota, No puede ser. Tal vez Olga tiene razón, tal vez soy diferente a los demás y por eso salí sa no y salvo de la montaña; soy invencible e inmortal. Eso cree todo el mundo, si no fuera así no podríamos seguir peleando, también Juan José se sintió inmortal. Suerte, karma, destino… Cuidado con esas palabras, las estoy empleando demasiado, no existe nada de eso, son patrañas de mi padre y de Olga para embaucar ignorantes. El destino se lo forja uno a golpes y trabajos, yo haré con mi existencia lo que me dé la gana… siempre que salga vivo y pueda volver a casa. ¿Y acaso eso no es suerte? El regreso no depende de mí, nada que haga o deje de hacer puede asegurarme que no perderé las piernas o los brazos o la vida en estos veinticinco días.
Inmaculada Morales comprendió que su marido estaba mal antes de su primer ataque, lo conocía bien y notó los cambios que él no percibía. Pedro gozaba de espléndida salud, como único medicamento de confianza usaba esencia de eucalipto para frotarse la espalda adolorida por exceso de trabajo y la única vez que le administraron anestesia fue para cambiarle los dientes sanos por otros de oro. No se conocía su edad exacta, había encargado su certificado de nacimiento a un falsificador en Tijuana, cuando llegó el momento de legalizar sus papeles de inmigración, y escogió la fecha al azar. Su mujer le calculaba más o menos cincuenta y cinco para la época en que Carmen se fue de la casa. Después de eso Pedro Morales no volvió a ser el mismo, se convirtió en un hombre taciturno, de expresión hieráti–ca, con quien la convivencia era difícil. Los hijos jamás cuestionaron su autoridad, no se les habría ocurrido desafiarlo o pedirle explicaciones. Tiempo después, cuando los mayores se casaron y le dieron nietos, se suavizó un poco su carácter, al ver a los niños balbuceando en media lengua y arrastrándose como cucarachas a sus pies sonreía como en los buenos tiempos. Inmaculada nunca pudo hablarle de Carmen. Lo intentó una vez y él estuvo a punto de golpearla; mira lo que me obligas a hacer, mujer! rugió al sorprenderse con el brazo alzado en el aire. A diferencia de tantos otros hombres del barrio, consideraba una cobardía pegarle a su compañera; con las hijas es muy diferente, decía, porque debía educarlas. A pesar de su anticuada severidad, Inmaculada adivinaba cuánta falta le hacía Carmen y se le ocurrió una forma para mantenerlo informado. Inició con Gregory Reeves una esporádica correspondencia en la cual el único tema era la muchacha ausente. Ella le enviaba tarjetas postales con flores y palomas para darle noticias de la familia, y su «hijo gringo» respondía comentando su última conversación telefónica con Carmen, así supo de los pormenores de la vida de su hija, su estadía en México, su viaje a Europa, sus amores, su trabajo.
Dejaba las tarjetas olvidadas donde el padre podía leerlas sin poner a prueba su orgullo ofendido. En esos años las costumbres cambiaron drásticamente y el tropezón de Carmen pasó a ser cosa de cada día, costaba mucho seguir recriminándola como si fuera un engendro de Satanás. Los embarazos fuera del matrimonio eran tema preferido de películas, seriales de televisión y novelas, en la vida real las actrices famosas tenían hijos sin que se supiera la identidad del padre, las feministas predicaban el derecho al aborto y los hippies copulaban en parques públicos a la vista de quien quisiera observarlos, de manera que ni siquiera el severo Padre Larraguibel entendía la intransigencia de Pedro Morales.
Ese miércoles aciago, dos jóvenes oficiales se presentaron a casa de la familia Morales; un par de muchachos asustados que intentaban ocultar su desazón tras la absurda rigidez de los soldados y la formalidad de un discurso muchas veces repetido. Traían la noticia de la muerte de Juan José. Habría un servicio religioso y si la familia estaba de acuerdo, el cuerpo sería sepultado dentro de una semana en el cementerio militar, dijeron, y entregaron a los padres las condecoraciones ganadas por su hijo en acciones heroicas más allá del deber. En la noche Pedro Morales sufrió el tercer ataque. Sintió una repentina debilidad en los huesos, como si el cuerpo se le hubiera puesto de cera blanda y se desplomó exangüe a los pies de su mujer, quien no pudo levantarlo para ponerlo en la cama ni se atrevió a dejarlo solo para pedir ayuda. Cuando Inmaculada vio que no respiraba le lanzó agua fría a la cara, pero el remedio no tuvo efecto alguno, entonces se acordó de un programa de televisión y procedió a darle aire boca a boca y a golpearle el pecho con los puños. Un minuto después su marido despertó mojado como un pato y apenas se le pasó el mareo bebió dos vasos de tequila y devoró medio pastel de manzana. Se negó a ir al hospital, seguro de que eran sólo nervios, el malestar se le pasaría durmiendo, dijo, y así fue. Al día siguiente se levantó temprano como de costumbre, abrió el taller y después de dar órdenes a los mecánicos, partió a comprar un traje negro para el funeral de su hijo. Del desmayo no le quedó más secuela que un fuerte dolor en las costillas que su mujer le había machucado a puñetazos. Ante la imposibilidad de llevarlo al médico, Inmaculada decidió consultar a Olga, con quien se había reconciliado después del trágico accidente de Carmen, porque comprendió que la curandera sólo quiso ayudarla. Conocía su larga experiencia, no se hubiera arriesgado a practicar un aborto tardío si no se hubiera tratado de la muchacha, a quien quería como a una sobrina. Las cosas habían salido mal, pero pensaba que no fue culpa suya sino la voluntad de Dios.
Olga ya sabía de la muerte de Juan José y se preparaba, como todo el barrio, para asistir a la misa del Padre Larraguibel. Las dos mujeres se abrazaron largamente y después se sentaron a tomar café y comentar los desvanecimientos de Pedro Morales. — No es el mismo de siempre. Se está adelgazando. Toma litros de limonada, ya debe tener huecos en la panza de tanto limón. No tiene fuerzas ni para regañarme, — con decirle que algunos días no va al taller.
— ¿Algo más? — Llora dormido.
— Don Pedro es muy macho, por eso no puede llorar despierto. Tiene el corazón lleno de lágrimas por la muerte de su hijo, es normal que se le salgan dormido.
— Esto empezó antes de lo de Juan José, que Dios lo tenga en Su Santo Seno.
— Una de dos: o se le ha descompuesto la sangre o lo que tiene es congoja.
— Yo creo que está muy enfermo. Así fue con mi madre ¿se acuerda de ella?
Olga la recordaba bien, hizo historia cuando salió por televisión al cumplir ciento cinco años. La abuela chiflada, que normalmente era una persona alegre, despertó una mañana bañada en llanto y no hubo forma de consolarla, se iba a morir y le daba lástima irse sola, le agradaba la compañía de su familia. Creía que aún se encontraba en su aldea en Zacatecas, nunca se enteró que había vivido treinta años en los Estados Unidos, sus nietos eran chicanos y más allá de los límites de su barrio se hablaba inglés. Planchó su mejor vestido porque pretendía ser enterrada con decencia, y se hizo conducir al camposanto para ubicar la tumba de sus antepasados. Los muchachos Morales habían encargado a toda prisa una lápida con los nombres de los padres de la señora y la colocaron estratégicamente para que pudiera verla con sus propios ojos. ¡Cómo se reproducen los muertos!, fue su único comentario al ver el tamaño del cementerio del condado.
En las próximas semanas siguió llorando su propia partida por anticipado, hasta consumirse como una vela y quedarse sin luz.
— Voy a darle jarabe de la Magdalena, es muy bueno en estos casos. Si don Pedro no mejora habrá que llevarlo a un médico–recomendó Olga-. Disculpe la intromisión, doñita, pero hacer el amor es saludable para el cuerpo y para el espíritu. Yo le recomiendo que sea cariñosa con él.
Inmaculada se sonrojó. Ese era un tema que jamás podría discutir con nadie.
— En su lugar yo también llamaría a Carmen para que vuelva. Ha pasado mucho tiempo y su padre la necesita. Es hora de hacer las paces.
— Mi marido no me lo perdonaría, doña Olga.
— Don Pedro acaba de perder un hijo ¿no le parece que sería un buen consuelo que resucitara la niña que considera muerta? Carmen siempre fue su favorita.
Inmaculada se llevó el jarabe de la Magdalena para no pecar de mal agradecida. No tenía demasiada fe en los brebajes de la adivina, pero confiaba a ciegas en su buen criterio como consejera. Cuando llegó a su casa tiró el frasco a la basura y buscó en la caja de lata donde guardaba las postales de Gregory Reeves hasta que encontró la última dirección de su hija.
Carmen Morales vivió cuatro años en ciudad de México. Los dos primeros fueron de tanta soledad y penurias que le tomó gusto a la lectura, lo que nunca imaginó posible. Al principio Gregory le enviaba novelas en inglés, pero luego se inscribió en una biblioteca pública y comenzó a leer en español. Allí conoció a un antropólogo veinte años mayor, quien la inició en el estudio de otras culturas y en el respeto por su herencia indígena. Tan fascinado estaba él con el escote de la muchacha como ella lo estaba por los conocimientos de su nuevo amigo.
En un comienzo Carmen se horrorizó del pasado de violencia y sangre de ese continente, no encontraba nada admirable en unos sacerdotes cubiertos de sangre seca ocupados en arrancar el corazón de las víctimas de sus sacrificios, pero el antropólogo le hizo ver el significado de aquellos rituales, le contó antiguas leyendas, le enseñó a descifrar jeroglíficos, la llevó a museos y le mostró tantos libros de arte, mantos de plumas, tapicerías, bajorrelieves y esculturas, que acabó apreciando esa estética feroz.
Su mayor interés eran los diseños y colores de telas, pinturas, cerámicas y ornamentos, se entretenía horas interpretándolos en un cuaderno de dibujo para aplicarlos en sus joyas.
De tanto andar juntos observando momias y escalofriantes estatuas aztecas, el antropólogo y su pupila se convirtieron en amantes. El le pidió que vivieran juntos para compartir amores y gastos, ella dejó el cuartucho pestilente donde había sobrevivido hasta entonces y se trasladó al apartamento de su enamorado en pleno centro de la ciudad.
La contaminación del aire era alarmante, a veces los pájaros caían muertos del cielo, pero al menos disponía de un baño con agua caliente y una habitación asoleada donde instaló su taller de orfebrería. Creyó haber encontrado la felicidad e imaginó que podría adquirir sabiduría por contacto físico, estaba ávida de aprender, vivía en permanente estado de admiración y sorpresa ante su amante, cada migaja de conocimiento que él esparcía caía en terreno fértil. A cambio de las magníficas lecciones del antropólogo estaba dispuesta a servirlo, lavar la ropa, limpiar la casa, preparar la comida y hasta cortarle las uñas y la melena, amén de entregarle todo lo que ganaba vendiendo sus adornos de plata a las turistas. El hombre no sólo sabía de indios fantasmagóricos y cementerios de cántaros apolilla–dos, también era experto en películas, libros, restaurantes; decidía la forma en que ella debía vestirse, hablar, hacer el amor y hasta pensar.
A la joven la sumisión le duró mucho más de lo esperado en una persona de su temperamento; durante casi dos años le obedeció con reverencias, soportó no sólo que tuviera otras mujeres y la informara con profusión de detalles escabrosos «porque entre nosotros no debe haber secretos», sino también que la abofeteara cuando de tarde en tarde se tomaba unas copas de más.
Después de cada escena de violencia su erudito compañero llegaba a la casa con flores y se echaba a llorar en su regazo suplicando comprensión–el demonio se había apoderado de él–y juraba que jamás lo volvería a hacer. Pero ella no olvidaba, y entretanto absorbía información como una esponja. Le daba vergüenza admitir esas golpizas, se sentía humillada y a ratos creía merecerlas, tal vez eso era normal, ¿no le había pegado su padre muchas veces? Finalmente un día se atrevió a decírselo a Gregory Reeves en una de sus secretas conversaciones telefónicas de los lunes, su amigo puso un grito en el cielo, la trató de estúpida, la espantó con unas estadísticas de su invención y la convenció de que el antropólogo no cambiaría, por el contrario, el abuso iría en aumento hasta alcanzar quién sabe qué extremos.
Diez días después Carmen recibió de Gregory un giro bancario para un pasaje y una carta ofreciéndole ayuda y rogándole que regresara a los Estados Unidos. El regalo llegó al día siguiente de una escaramuza en la que de un manotazo el antropólogo le vació encima la olla con sopa caliente. Fue un accidente, reconocieron ambos, pero igual ella pasó dos días echándose leche y aceite de oliva en el pe cho. Apenas pudo ponerse la blusa fue a una agencia de viajes con la intención de volar a casa, pero mientras esperaba hojeando unos folletos turísticos recordó la furia de su padre y decidió que no tenía fuerzas para enfrentarlo. En un arranque de fantasía viró la brújula y compró un pasaje para Amsterdam.
Partió liviana, sin despedirse siquiera de su amante; tenía intención de dejarle una carta, pero en los afanes de hacer la maleta se le olvidó. En un bolso llevaba sus herramientas y materiales de trabajo y dos tarros de leche condensada para aliviar los sinsabores del camino.
Europa la deslumbró. La recorrió entera con una mochila a la espalda, ganándose la vida sin mayor dificultad, enseñaba inglés, vendía sus joyas cuando podía fabricarlas y si el hambre amenazaba siempre podía recurrir a Gregory para pedir ayuda. No dejó catedral, castillo ni museo sin visitar, hasta que saturada, prometió no volver a poner los pies en aquellos templos del turismo, preferible caminar por las calles disfrutando la vida. Un verano entró en Barcelona y al bajarse del tren la rodeó un grupo de gitanas gritonas que insistían en verle la suerte y venderle amuletos. Las observó deslumbrada y decidió que ése era el estilo que más le convenía, no sólo para su oficio de orfebre, sino también para vestirse. Más tarde descubrió la influencia morisca del sur de España y los colores del norte de África, que adoptó en una feliz mezcolanza. Se instaló en una pensión del barrio gótico sin un rayo de luz natural y una sonajera de cañerías gimiendo sin descanso, pero su pieza era amplia, de altos techos ar–tesonados y, contaba con una enorme mesa de trabajo. A los pocos días se había fabricado faldas de vuelos que recordaban los atuendos de Olga en sus años mozos y sus disfraces de los tiempos del mala–barismo en la plaza Pershing. No habría de quitarse esa clase de trapos nunca más, en los años siguientes los refinó hasta la perfección por el placer de usarlos, sin saber que en un futuro la harían célebre y rica.